romance de emigraciones
Piedra
de olvido, un sol de maldición ladra a la espalda de los migratorios
como un Rey asesinado; aún se escucha el lamento colosal de la palmera,
cuando el simoun la azota, en el grande árabe despedazado como maleta de
viajero, sudando copioso espanto por lo infinitamente arcaico en lo
contemporáneo, y los despavoridos fantasmas, tal como los muñones de
civilizaciones podridas y formas sociales náufragas como jáquimas de
animal pisoteado por un dios antiguo, los patean; el camello de Mahoma o
el águila de Juan de Patmos, que relumbran en la montura del
materialista piadoso, dan vino con oro a los antepasados de aquesta
gente soberbia que tiene humilde voz con truenos ardiendo; son frutos
llagados y despavoridos de las grandes hambres bíblicas, del látigo de
pánico que levantó las pirámides abofeteando lo infinito, de las castas
marcadas en las nalgas en las cloacas del Ganges, de la política general
de los Señores de Horca y Cuchilla, edificada a patadas sobre la
miseria de los Siervos, de la religión que los humilló con la caridad
pública santificando las cadenas, y traen los antiguos genes bramados y
acuchillando contra todas las cosas, contra todas las formas, contra
todas las sombras; su horror ancestral y acusatorio es lúgubre como el
moho de los sepulcros o los abandonados patíbulos, y existe un galo
terrible e indescriptible, un ombriense, un edo, un bitúrico, un
auverno, conducido por Belloverso o Sigoverso, o un Kimris bárbaro en
los subterráneos migrantes de estos viejos ecos sangrientos de los
grandes éxodos.
Todos
son ancianos como de nacimiento y lágrimas, los ganados y los caballos
le enseñaron a plantear el problema del mundo a las generaciones, y la
personalidad iconoclasta del patriarca los coronó de jefaturas
frustradas y sepulturas sagradas o primogenituras lúgubres y voluntad de
poder herido, aún en los desvanes apolillados, aún en los tristes
comercios, aún en los dolientes, envilecidos, feroces negocios del
horrendo afán de la vida; es una gran guantada a la quijada de Dios y un
escupo a la soledad del hombre, la carroña del emigrante, el cual no
alumbró jamás la estrella roja de los temerarios; mordiendo los imperios
como un lobo social, abofeteando las civilizaciones con los brazos
cortados, aquellos no vinieron galopando, salteando, guerreando
épicamente como el Conquistador, llegaron por debajo, arrastrándose
contra las costras de la domesticidad y la miseria, ni fueron héroes
desarrapados y grotescos, ni mártires de aquella ruin pelea por la
comida, que revienta y relampaguea su corneta de horror desde el origen
del hombre, errados, agusanados, el espantapájaros de EL les araña las
espaldas y traen adentro los ghettos del siglo XVI, rugiendo como
carneros de fuego; el pollerón de hierro del beduino hecho con cuero de
culebra y sol, la chaleca de balas y paja del nórdico y los zapatos
oceánicos del Mediterráneo comedor de miseria con polenta, el sombrero
de espadas del español, el paletó con bolsillos-maletas-lacrimatorios
del ajo, el cerdo y la escuela de la moneda enronquecida del poblador de
Francia, el ojo de vidrio internacional del chino, forjado con andrajos
huracanados y la única y última muela del japonés, cuyo tambor negro
está tocando una gran marcha fúnebre en el corazón del mundo, y al cual
le oímos únicamente los chilenos del extremo-océano del Sur la gotera
coral del llanto de Hiroshima, dan resplandor con estupor a la
criminalidad burguesa, como un hocico de chacal adentro del infierno;
indiscutiblemente, hay sensación de escupos y cadenas sobre sus lomos, y
un yugo colosal, de luto, sudado de feroces yuntas de mujeres, de
bueyes, de serpientes o de esclavos en la pupila gris, a la manera de la
ceniza, la carcajada de la hiena-macho, como espantoso aldabón de
panteón les patea el pecho, las monturas conquistadoras los andan
mordiendo y persiguiéndolos, y los huesos de los cuerpos dan un rugido
que se parece al de la caída de un ataúd al mar, porque, por dentro del
esqueleto acerbo están ardiendo los piojos de las emigraciones, con
intención de chacales en celo, y las estepas y los pantanos los hicieron
a dentelladas de huracán, cuando además la lengua les cuelga como
campanada de funeral o badajo despavorido, golpeándose el corazón; el
fenicio, el hebreo, el vikingo y su hermano total el normando, vestido
de pellejo rojo, son murciélagos de acero que les aprietan la garganta a
los contemporáneos con las mandíbulas del pasado, y todo es copretérito
y pospretérito e infinitamente arcaico en sus asuntos irremediables,
que devienen migración a la espalda de los carneros mitológicos, por las
aguas y los pastos o el pan tremendo.
Buscando
los tramos de la historia o a Dios, de alto-abajo, la invasión se
derramó como jarra de vino en una borrachera, y nunca tornarán a su
patria sino marcados, pateados, despedazados con furor tremendo por el
Señor de los Ejércitos, ladrón y titiritero de la humanidad, con su gran
pingajo de sangre; la humillación les arde como un tajo en la cara, y
empuñan acordeones como puñales de rufianes en las bodegas de los
barcos, porque la hombría petrificada los convirtió en carbón ardiendo,
si no les hubiese azotado, y ensuciado y arrastrado tanto el destino y
la ofensa social no fuera tan horrenda, enfrentados como enemigos de la
sociedad canalla, pudieron ser héroes o líderes, pero, desvencijados
como carretones de atorrante, nocturnos, miserables, celosos, son el
muérdago que abraza y corroe, que agranda y corrompe, que aparta y
desoye como una dual bandera vil, (aunque las más negras banderas
también son sagradas), encadenando a sus verdugos y organizando una gran
familia oportunista de gitanos del Estado de Las Tinieblas, y todos los
perros los mordieron como a los antiguos apátridas.
Por
padecimiento social los aprecio y los desprecio, porque la lástima y la
misericordia ofende a la criatura; sin embargo, son desventurados en
tal manera e infrahumanos y sobre-humanos en la misma medalla, que la
humanidad les arrastra como corbata de tormenta, enarbolándolos por
encima de La Bestia Humana más roñosa y envilecida, si ello es posible,
ya que la desgracia total no los convirtió en estatuas, como al solo y
terrible socio de los abismos que emigró atardeciendo en la cubierta del
Infierno Mundial de los trasatlánticos: el desterrado; el hueso de
fuego del resentimiento del ratón con volición de león, les está royendo
el tormento y se levantan como palancas desde la miseria, enmascarados
de tigres civiles y de capitalistas-verdugos en la tercera generación,
enmohecidos como fierro viejo, son acero triste y mortal de desván de
invierno y posadas sin entrañas, condición humana y veneno, flor de la
carroña y balazo de caballo en las batallas democráticas, vocabulario de
esclusa, de la cual se extrae una gran substancia fundamentalmente
heroica, como un gran aroma del estiércol, poza de agua y cisterna feliz
de los camelleros sedientos, como mordiendo los desiertos, la soledad
les roerá los talones polvorosos y andariegos, con su can obscuro y un
silbido de culebra enrollándoseles a la garganta como bufanda de oro, o
como espada de fuego, les va a otorgar una dignidad que no entienden;
arrinconados entre la heroicidad sangrienta, aterradora, proterva de las
caballerías y el comercio del infierno del buhonero, los «caseros», los
«coños», los «gabachos», los «gringos», los «paisanos», los
«bachichas», le pelean a la existencia sacos de años, y se derrumban
como basuras en los sepulcros ultramarinos que parecen ultraterrenos, o
como mirando la eternidad con ojos vacíos, en la miseria como poetas,
los unos, en la riqueza como horteras, los otros, en el desierto
eternamente, solos contra solos, envejecidos, apolillados, embrutecidos
por el dolor del terror animal y el trabajo, infinitamente cargados de
familia y de vestiglos, después de haber sufrido y haber querido lo que
pudiere ser imprescindible para ser jefes de hombres, y la patada
bestial del pasado sobre ellos cae; comprendo que aquellos que sufrieron
tanto y tanto comerciaron y ensuciaron y arrasaron su corazón con el
dinero, no saben qué sucede adentro del espíritu, pero como fueron
eternamente viejos e inocentes, completamente inocentes porque creyeron
en la inocencia, la infinita poesía realista de la domesticidad
ensangrentada se les enredó en las arrugas, adentro de la gran aventura
criminal de existir, en la cual los siento viajeros de mi embarcación,
vecinos y paisanos del tren terrible de la vida épica, camaradas y
criaturas sin énfasis del afín medular haciendo el comercio irreparable
de todas las vidas, con las tripas afuera; ¡oh!, hermanos míos!...
Emigraron
los germanos, los vándalos, los alanos, los suevos, los normandos, los
godos, los visigodos y los ostrogodos, los judíos y los pelasgos y los
mahometanos y los mongoles, y los galos y los vascos, no emigró el
grande hereje y patriarca Job, pero el toro enorme y rojo denominado
Moisés fue capitán de emigraciones, por cruz y entroncamiento de
emigrantes con emigrantes, crecieron los pueblos y las Metrópolis; y
guerreando en ciudades tentaculares, naciones contra naciones, de los
antiguos mitos de la sangre emergió el porvenir relinchando como caballo
en libertad, y el olor a pólvora dilató perfumó las camas de los
héroes, y atrajo a las doncellas al canto de gallos de los guerreros,
porque el hombre es la primera bestia de presa que empuña los brazos
armados y escribe; y la invasión fue migración frecuentemente a
cuchilla, o asalto de mendigo o de bandido, gran cruzada de Religión a
la cabeza del mercado y sus mercaderías, a espaldas del cañón, el mesón y
las marmitas del Mercado Persa, baratijas y pacotillas, la compra-venta
y las sucias monedas del negocio del héroe en pelotas de las recovas:
burgueses de Calais o súbditos de Constantinopla, los piojos furiosos de
la migratoriedad les escarban las entrañas y las vituallas como
sepultureros, cavando los osarios de los viejos en función de los nuevos
ciudadanos de la Humanidad; o plantando por debajo de la sociedad, con
azadón de ayer alegres álamos...
A
la orilla del mar de la muerte, todos son escombros: ellos nos trajeron
cuando se hicieron comerciantes, las especias y la botellas y murieron
en condición de emigración o inmigración tremenda; tronaban sus garrotes
en domesticidad siguiendo al alcohol furioso, o eran las hienas del
arenal infinito sus amarillos cómplices hogaño, como antaño los vientos
ardiendo las grandes y feroces nieves que parecen y son osos remotos, o
la esterilidad agraria que aúlla de hambre; pero el sudor comercial y el
funeral del mundo los arrasó en su ventarrón de horror, y restan sus
pellejos; a las hembras cansadas de parición en parición, heridas por la
edad remota, envejecidas como monedas de tristeza, les responden los
varones desvencijados como el mostrador de las viejas tabernas o el
pabellón de las viejas leyendas, como catres de hoteles ignominiosos,
como rufianes muertos, como bacinicas de verdugo o de krumiro o de
traidor a su patria y a su clase, como valijas de espías en
fusilamiento, como colchón de puta vieja, como bastón de mendigo sin
mendrugo ni parientes que siquiera lo escupan; la tierra entera es
huella de vagabundaje, y los zapatos desvencijados de los seres humanos
se gastaron contra la historia del mundo; se arrojó la capitanía a la
matanza mundial de las conquistas porque el hambre la empujó, y robando,
asesinando, violando, saqueó culturas y civilizaciones, y a la espalda
del héroe-criminal, chorreado como espantajo colosal de escupos y
relámpagos, arrastrándose, el emigrante traía la cocina y las artesanías
menores, de donde emerge el arte; analfabeto, dio civilización y
técnica, porque extrajo de la domesticidad sublime y útil, pacificadora,
la heroicidad gris del asno de llanto y ceniza de los pobres y tristes
comercios; como dios roto y pateado de la quincallería y la astucia
putañosa y sudorosa de escupos, este iracundo ente hecho con cebo y
huesos de perro, se levanta detrás de la clientela, grandioso y
abominable, goteado de epitafios y relación humana; y de repente, se
queda mirando un punto que no existe y es su destino; sin embargo, una
gran caída de sol en el Imperio, frente a frente a las gordas barcazas
de los plebeyos y los labriegos, al pie de los escampavías heroicos, un
perro con llanto, un puñado de puertos logrado en plantación frutal, con
pañuelos estremecidos y cárceles les arde, y se les caen las lágrimas a
mis antepasados feudales; a patadas se hundirán en la tumba como un
mendigo solo o un gran poeta; y los retratos de los generales o los
coroneles tremendos, que eran soldados de caballería a pie, o fantasmas
de la pequeño-burguesía en calzoncillos, con bigotazos de antiguo e
ilustre difunto, han de ir rodando de remate en remate, como zapato de
borracho derrumbándose en un abismo.
Ellos
no fueron generosos de pólvora y sol, no comieron fuego y hierro y no
vistieron cota de mallas de acero, montados a caballo por debajo de una
gran luna asesinada, ni le partieron, ni le mordieron el corazón al
enemigo, no patearon desesperados las entrañas del clan vecinal por
ambición señorial o geográfica y apetencia de jerarquía; no; acorralados
entre ratones tristes y casas de remate mandaron los andrajos
emputecidos del dinero y la riqueza menor, o nadaron en la suciedad
plutocrática, ya quebrados tardíamente, cuando los años trizaron las
glándulas de secreción interna las vísceras crujieron como las bisagras
enmohecidas del cementerio invierno muy adentro, lloviendo, a la hora
tremenda del ladrón, y la familia oportunista renegó de los viejos
romeros acorralados por la sequía y la esterilidad arcaica desde el
sumerio al egeo exactamente; como y todo gran artista potencial, eran
caudillos y gobiernos sin muchedumbre, que devienen acordeones o
colchones enfurecidos, y cantaron las cosas grandiosas con el lenguaje
de las obras remotas del aventurero sin porvenir ni fusilería; su
actitud fue envejeciendo como sus pantalones sin esperanza, y cayendo en
la orfandad de aquellos que araron las aguas, y se pudrieron «sin padre
ni madre, ni perro que les ladre» a la orilla de las antiguas pipas,
comidas de humo y desolación por contradicción histórica y régimen.
Venían,
como polillas, de familias en desintegración y anchas naciones, muertas
o países sobrepoblados y hambrientos, traían la marca del hampa o el
rumor nacional de los esteros, sufrían el complejo de migración del
apátrida y el expósito en la callampa azul del alma; fracasaron como
fracasaron todos o como líderes o como bribones o como ladrones o
conquistando imperios con trasero de mujeres, o santificados; como el
ser humano es exactamente horrendo en todas las patrias y estará solo
aquí o allá o adentro de la multitud ensangrentada, los que partieron
tras un pan hallaron la suerte y la muerte y el ventarrón de la
desgracia desventurada les azotó el corazón empujándolos a los
camposantos; comieron y bebieron precariamente, mirando el suceder en
las botellas y se jodieron, como los Grandes-Duques de Jorge Manrique;
cargados de batallas, agusanados de deberes y ocupaciones, las
enfermedades obscuras del rico, les corroyeron los esqueletos
aterradoramente y el bienestar póstumo les goteó la melancolía por
aquellos copretéritos hambrientos en que el pasado les mordía las
entrañas, porque tuvieron hambre del hambre; parecían naciones arrasadas
en las que viviese un ratón terrible, o un campo de batalla con los
zapatos puestos, llorando como un avión roto; un camino innumerable se
les extiende infinitamente, horrorosamente, extranjeramente y se
retuercen de angustia y perecen por ahorcamiento, ahogados y aplastados
de carreteras; como equipaje loco arruinándose de horizontes son
borrados; y restan las colillas de los cigarros estupefactos que,
fumaron cuando lograron sobreponerse a la cadena de la faena ruin,
despedazándola a dentelladas.
Andando con ellos adentro, fueron el retrato de El Hombre.
Huyeron
de la Mongolia o la Mesopotamia, perseguidos del infinito, con el Judío
Errante a la cabeza, rugieron con la migración abrahámica lanzando el
viejo peñasco negro de la Kaaba de Mahoma al corazón del diablo, o
mordieron los desiertos del Sinaí a la sombra del Arca de la Alianza,
degollando, violando, asesinando por la voluntad de Jehová, «el
Todopoderoso», o echando abismo abajo las murallas de Jericó, con el
bramido colosal de las Trompetas; siguiendo los ríos marinos de la
Oceanía o las corrientes enfurecidas y atrabiliarias los botaron como
pedazos de naufragio a las playas desiertas, los asesinaron o los
llevaron pacíficamente en sus terribles lomos desde el Callao a las
palmeras polinésicas de las Islas Marquezas en las emigraciones arcaicas
del Mar del Sur, bajo el timón del Barón de Humboldt, Gran Capitán del
Océano Pacífico, y se suicidaron o se arrastraron agonizando, no como
pioneros y aventureros de Thor sino como hijos de la vergüenza y las
tinieblas de la vida y como mártires de la miseria, cargados de patadas y
pingajos; no hicieron nunca de conductores de hombres, pero no hicieron
nunca de segundones de hombres y nunca los mandaron, pero los marcaron
humillándolos.
Poetas
de la ruina humana y el escombro social, su vocabulario es su espanto;
comedores de escabeche y aceitunas, bebedores de aguardiente,
degustadores de miel, aceite y leche ácida, el higo y el vino los
acariciaron y el coyote y la hiena risueña y vil; o cruzaron el
Mediterráneo gritando con una alfombra persa en la garganta; por el
estrecho de Behring, en la península de Alaska, erraron los tramos de
los arcos volcánicos de la espina dorsal andina, seguidos del perrito de
los milenios y bajaron a Yucatán, en el gran culo del Caribe, en el
cual fundaron el barroco insular americano; salen de Flandes a pata
pelada y hambrientos; con el normando Igor llegaron a Constantinopla,
soñando y sudando lo que no hicieron nunca ellos por ellos los rus
nórdicos, o con Erico, el Rojo, vinieron a propagar la vid, madre al
arte de sentirse dios entre los hombres, y adelantados de la más colosal
capitanía en el ensueño; y trajeron a Chile una gran lágrima: la flor
del Líbano.
Los
escupió el fantasma del paso del tiempo desde la Gran Muralla China, y
las inmensas puertas de Jerusalén les vaciaron aceite hirviendo o
excrementos, Esparta, Babilonia, Alejandría los besaron encadenados, y
eran esclavos en la antigua ciudadanía imperial de la Roma anterior a
Caracalla; judíos o mahometanos, los echaron de las Españas, que
engrandecieron, como al Hebreo del Egipto, o al beduino de la Tierra
Santa que Judá invadió y arrasó en emigraciones guerreras, y batallas de
vagabundos con vagabundos; prisioneros de guerra o extranjeros en los
imperios o en los incarios americanos, el azteca, el mejica, el
huasteca, el quechua-aymara, el caribe, el maya-quiché, el pehuenche,
los consideraron misterios, en recuerdo de los primeros hombres barbados
que llegaron desde el Oriente o desde el Poniente ultramarino, pero no
comieron, no bebieron, no durmieron con ellos, como hombres, sino como
dioses blancos, encima de las hembras copiosas de las oceanías místicas;
gentes de viaje, el horizonte los arrastró en su ímpetu azotándolos
contra las rocas; oliendo a camello o león inferior, a brea marina y a
navegaciones nocturnas, a catacumba o a sepultura, vagabundos,
andariegos, trotamundos, asoman atardeciendo por los pueblos tremendos,
entre un gran ladrido de canes; los chiquillos despavoridos les quedan
mirando como a payasos o titiriteros y les sonríen; pero, como vientos
terribles los arrasaron en las penurias de las embarcaciones y los
transformaron en estropajos, los vencieron los tormentos.
El
Patriarca, el Señor Feudal o el Burgués los explotó y los ofendió con
la caridad o la misericordia, que es el escupo de los débiles y como
absolutamente todos los humildes fueron especialmente hechos por la
Naturaleza maternal para la patada del fuerte, aqueste ser agreste y
subterráneo de la quijada a la guantada y el trasero al puntapié
caritativo.
No
son gitanos ni rufianes, ni líderes, ni hampones, o santos de llanto,
meadas y tinieblas enmascarados de Mesías, ni poeta-tonys con las babas
caídas: entes de carne y sangre, apabullados y feroces, como
funcionarios o como magistrados o todos aquellos que naufragan
cohabitando a la manera de los perros, adentro de la agresividad
comercial de los Diplomas; mordiendo, arañando la propiedad privada, se
agarran a la inmunidad de la autoridad que otorga el dinero, exactamente
como los murciélagos a las vigas heridas de las ruinas; y cuando van a
dar a la miseria total los patean, como a obispos o bandidos en
jubilación, como a ajadas, antepasadas y lúbricas cortesanas, al pie de
las iglesias o entre los puentes de humo del recuerdo, como a Ministros
de Estado caídos y al General sin generalato, como a la Sara Díaz y al
tonto Urrutia, violado y capotizado antes de casarse, (los dos murieron
por envenenamiento con dinero simoníaco robado a la familia en la
antigua heredad licantenina), como a antiguos contrabandistas, en
decrepitud que persiguen adolescentes, con dinero y sin hormonas, como a
podridos antologistas errados y degenerados que componen crestomatías
de pedagogía inferior, escribiéndolas en el pellejo del infierno con
acerbo punzón de horror, como el carcamal de «Dios», las norias
perdidas, que incendió en condición de eunuco, en los desiertos del
alma… El sollozo de la vida marchita y el huracán de Jehová, que es
temible, les siguen constantemente como el asesinato a la ametralladora,
andando o llorando inmortalizan el andrajo desventurado que es el ser
humano, y desde adentro del abismo se enfrentan al gran destino
criminal, porque tan acerbos seres reflejan en su actitud de cruz
ensangrentada, toda la historia del mundo.
***
(Fuente: La comparecencia infinita)
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