De las tantísimas aguas
que Heráclito
parió indispensables
para ciencias y artes
y la culpa de las cosas,
sólo hay un tranco panteísta.
Oscuras palabras
ante los ojos:
deserción o presencia irrefutable
así como
pecado que pernocta
en el aniquilamiento.
Y con él,
cuán largo y paulatino,
un orden y un desorden
del tiempo vacilante
y sus potreros ajenos
a la reverenda miseria humana
y nuestros falsas ideas expiatorias,
y el mutuo frío que les atañe.
El camino sube/baja
sin fronteras, destierros
o puntos rebeldes.
Y ya que es imposible
inclinar el río,
esa ilusión,
y su versátil contenido
de dos o tres gases
en un suceder incesante
y tan desmotivado,
otra fantasía,
ese río,
no diferente ni ancho,
no siquiera origen,
ese río
les hace la capeada
a filósofos y tolondros poetas
y a tanto energúmeno que se las pilla
de lienzo y tercer parche de tambor
que no suena,
y que a nadie engarra
revuelto en su azarosa herradura,
la de sudorosos enredijos,
aquellos, claro,
esos del energetismo capilar
que niega la materia.
Justa la espada,
prudente el botón,
y saludable es dar el dorso
al anfiteatro aparente
y su pretencioso dinamismo,
que, en realidad, es invariable,
en mezcla, composición y zonas inferiores;
así esas aguas
que bajan turbias
y animan a la peor de ellas:
la eléctrica.
¡Y cómo!,
refugio, carcajada, devenir
de los verdugos,
tal en Éfeso, Johannesburgo
como en cualquier corral ovejuno patagónico.
- Inédito -
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