Matar a un muerto
Matar a un vivo es lo más facil que hay,
lo verdaderamente difícil
es matar a un muerto.
Para lo primero basta con exprimir un revólver,
martillar fuerte en la puerta de su casa con un rotomartillo,
o darle de beber agua del río Paraná.
Es fácil, es re facil matar a un vivo,
pero no es lo mismo con un muerto.
Para esto último, hay que hacer un hoyo en el hoyuelo de quién le ha sonreído,
verificar cada recuerdo suyo,
y sin mezclarlo con las buenas páginas vividas en la misma época,
meterlos en cajas precintadas de furia y arrojarlo al espacio.
Matar a un muerto no es para cualquiera,
hay que ser medio zombi y medio sabio,
hay que haberse animado a ver la luna
convencidos que nunca, nunca más, la verán juntos, a cuatro ojos,
o lo que es lo mismo,
a dos corazones.
Hay que ser racional, mucho;
entender la diferencia entre un ya muerto y un no nacido todavía,
cuidado especial en este aspecto.
Y mirar, en el bolsillo interno de tu vieja
vida, para cerciorarte que no lata ni un trébol de sangre, ni un minúsculo pulso, ni un llanto de la víctima.
Porque los muertos verdaderos,
los buenos muertos, los fáciles de matar, los inocentes,
los que han muerto en la ducha o en una operación de cadera,
atragantados con un hueso de pollo
o asesinados por un otro muerto torpe, lleno de odio,
esos, que han muerto distraídamente,
sin culpa, vivirán para siempre en nuestros altarcitos de verbenas;
pero los muertos que todavía andan
vestidos de sí mismos,
como palomas con amnesia,
como mail que todavía respira en una papelera de reciclaje,
como aguijón que duele aunque ya se haya ido la abeja,
esos,
que después de muertos,
igual duelen,
esos, los persistentes,
esos los impostores de la nostalgia,
los virtuales,
son capaces de revivir
sólo para joderte.
Es mucho más difícil matar a un muerto muerto.
Pero poder, se puede.
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