sábado, 15 de febrero de 2014

Rodolfo E. Fogwill (Buenos Aires, 1941 - 2009)



Se puede imaginar un cubo
de cristal transparente con seis caras
limpias de imágenes o huellas
que las distingan.

Uno imagina el dado puro, el puro desafío al azar sin números
lo lanza a algún espacio imaginado, vacío de todo
y, mentalmente lo mira girar.

Y uno,
también vacío de todo
cargado con la pura determinación del azar de un pensamiento inútil
lo ve girar, girar, girar,
y en el contempla un cubo-todo vacío pero cargado del movimiento de un pensamiento
que lo libra del ser
hasta que el dado deteniéndose
refleja en cada cara
su propia imagen: la señal
de que ha vuelto otra vez a perder.

Los árboles, los árboles
saben esto y nuestros cuerpos lo saben ciegamente
como solo se sabe el deber.

Yo sé que toda incertidumbre se disuelve en el miedo
o en la soberbia del trabajo
pero saberlo no me hace mejor ni peor
solo me hace: me vuelve
a lo que somos.

Fogwill



jueves, 13 de febrero de 2014

Un poema de Jesús Lizano


POEMO

Me asomé a la balcona
y contemplé la ciela
poblada por los estrellos.
Sentí fría en mi caro,
me froté los monos
y me puse la abriga
y pensé: qué ideo,
qué ideo tan negro.
Diosa mía, exclamé:
qué oscuro es el nocho
y que sólo mi almo
y perdido entre las vientas
y entre las fuegas,
entre los rejos.
El vido nos traiciona,
mi cabezo se pierde,
qué triste el aventuro
de vivir. Y estuvo a punto
de tirarme a la vacía...
Qué poemo.
Y con lágrimas en las ojas
me metí en el camo.
A ver, pensé, si las sueñas
o los fantasmos
me centran la pensamienta
y olvido que la munda
no es como la vemos
y que todo es un farso
y que el vido es el muerto,
un tragedio.
Tras toda, nado.
Vivir. Morir:
qué mierdo.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Un poema de Pedro Piccatto


Huye de mí todo el salvaje goce de sufrir.
En mi órbita de lirio ah! qué calma infinita.
Una calma muy blanca que me separa de lo incierto del hombre y de su nébula.
Estoy como cercado de vaporosas gasas.
La tierra es una fuga que yo no he comprendido.
Y mi labor de sangre y de belleza,
calma de flor que no fatiga nunca,
la siento en mí como un roce de ángel.
Hoy podría escuchar la canción de las hadas.
Tímidas como el hombre en la sabiduría de su goce, me rodearían, leves.
Yo pondría mi oído en la lenta caravana de sombras y de llamas que cierran el crepúsculo,
y oiría, de temblor en temblor, cómo se hablan las flores entre sí.
Melodías que duelen de tan bellas. Ay! qué ambigua tristeza.
Hoy sí puedo sentir cómo huye esa lluvia de muerte que no encontrando amparo
buscaba el corazón... mi corazón!
Mis ojos que otras veces estuvieron inyectados en sangre,
hoy no sienten nada más que el deseo de herir todas sus lágrimas
y entre azules de olvido, perderse...
Con dulzura mental ah! yo apago toda fina palabra que se empeña en turbarme.
Hoy podría escuchar la canción de las hadas.
De ala en ala, en la sombra, o encima de los ángeles, ellas me rodearían.
La tierra es una fuga que yo no he comprendido.

sábado, 1 de febrero de 2014

Juan Manuel Inchauspe (Santa Fe, 1940 - 1991)



LA ARAÑA

La veo asomarse en el orificio de un tronco podrido.
¿Cuál es, exactamente, su mundo? No lo sé.
Quizás sea ese tenso cordaje
entre ramas y hojas,
sobre el cual pretende ahora avanzar.

Alrededor nada se mueve.
Pero ella debe haber escuchado un oscuro llamado:
¿Mide realmente
la distancia que la separa del centro?
¿O se siente poderosamente atraída
por ese vacío cargado de peligros?
Como nosotros, a veces, en medio de la oscuridad
y de las palabras,
ella, la araña, emerge de pronto hacia la luz
y se aquieta de golpe
atenta a todas las vibraciones
de la red.


TRABAJO NOCTURNO

Temprano
esta mañana
encontré en el patio de casa
el cuerpo de una enorme rata
inmóvil.
Moscas de alas tornasoladas
zumbaban alrededor del cadáver
y se apretaban en los orificios de unas heridas
que habían sido sin duda mortales.
Con bastante asco
la alcé con la pala y la enterré
en un rincón alejado
del jardín.

Al volverme
desde el matorral de hortensias florecidas
emergió mi gata dócil
desperezándose.
Su brillante pelaje estaba todavía
erizado por la electricidad de la noche.
Me miró
y después comenzó a seguirme
maullando suavemente
pidiéndome -como todas las mañanas-
su tazón de leche fresca

y pura