martes, 20 de abril de 2021

Ida Gramcko (Puerto Cabello, Venezuela 1924-1994)

 

 

Viva belleza desde el seno irrumpe

como una curvatura que desliza

las auroras boreales de las ubres
sobre un lecho de líneas.
Somos el hombre el caballo sufren,
pero una inmensa investidura estricta
nos señala sin verbo entre las cumbres.
Somos entonces ser hasta la risa,
la carcajada diáfana en los buches.

Casi silencio  

La piedra cae el fondo. Así caen todas
las piedrecillas. Un día, algo que remueve
las aguas las hace correr, precipitarse,
abriendo heridas en la fina arena. El
agua toda es llanto. Pero un rayo de
sol aparece. Las aguas se hacen claras.
Al fondo, lentamente, las piedrecillas
hallan al fin sitio. Y encima de las aguas,
flota una flor entreabierta: la
conciencia.

La esencia no es pérdida de tierna
presencia.
La esencia es la presencia
de lo intemporal,
de lo divino y sobrehumano.

El cambio, para que lo sea,
tiene que cambiar siempre.
He ahí la permanencia.

La muerte es lo único
que no es curable.

Para lo más hondo, yo no creo
en instantes. Lo supremo jamás
es actual.
El amor sin mortal asidero,
no se somete al tiempo.

Porque lo que está sometido
al devenir y no al alcance
de lo más luminoso y más puro,
aunque sea emotivo, es ligero.

Lo que no conocemos no es misterio.
Son aspectos insignificantes
del mundo material.
Conocemos lo eterno, lo inmenso,
lo máximo, —es suyo, es mío
y sólo es así—
y ante tamaña luz,
¿caben hallazgos,
descubrimientos o sorpresas?

Un afecto puede ser hermoso pero,
ante el sentimiento único e inmutable,
nos resulta pequeño.
Como la yerba ante el astro.
Como el guijarro ante la nube.
Como fronda salpicada de frutos ante
el cielo en que alumbra una sola flor
áurea y suprema.

Poema 12

Tú, párvulo indefenso,

encuentras cómo reventar el labio

para vengar con testimonio intenso,

el bello, el denso,

el increíble agravio.

...


Poema 14

Amor invalidándonos reflejo

para trocarlo en cómplice sumiso.

Estupor, reto añejo,

humillación en ámbitos de hechizo

donde el tocado, el tímido, el perplejo

padece culpa y huele paraíso


Estar afuera es como estar adentro
de inagotable intimidad creadora.
No es perder cuerpo, es descubrir un centro
mayor que lo interior que nos demora.
Estar afuera, a pleno sol, al viento…
La noche ya no es más la mediadora,
pues nos une a través de un mandamiento
de sombra impuesta que se ve o ignora.
Escogida es la unión desde lo intenso.
Vivo nivel estalla con la aurora
y enlaza lo profundo con lo inmenso,
pues cada ser deviene lo que añora.
Y queda un solo ser, un gran suspenso,
mas el hombre lo sabe y lo atesora.

No, la tierra no podrá ser la tierra,

ni la muerte podrá ser la muerte,

ni la vida la vida,

hasta que mi alma no haya conocido toda

la espantosa pesadilla,

y no se haya internado hasta la entraña

del hondo, humano abismo.

¡Ah! ¿Qué valen aquí, sobre este mundo,

mi espíritu y mi instinto,

si aún tienen un temblor de ensueños claros

que son claras mentiras?

No, no, no puede ser, ni puedo

tampoco ser yo misma,

hasta que no haya saboreado toda,

toda la hiel amarga y el acíbar.


El espantapájaros

Nunca amaste los pájaros. Es cierto.
Ni los niños que huyeron de tu sombra
¡crucifijo del hombre contra el cielo!
Se deshizo la ronda
en el jardín; volaron los insectos;
después, las mariposas…
Sólo quedó, en la soledad, tu espectro,
y un niño sólo en la pradera sola,
inválido y sediento.
Lejos de ti, volaron las palomas,
y la ronda infantil en otro huerto
levantó sus columpios, sus coronas…
Sólo permanecieron los almendros
abrieron sus corolas
glaciales como témpanos.
¡No podían volar! Y las bellotas,
los manzanos en flor y el limonero.
Pasaban, fugitivas, las alondras.
¡Pudiste detenerlas en su vuelo!
Pasaron golondrinas y gaviotas,
y mirlos y jilgueros,
y enamoradas tórtolas…
Y maduró tu fruto en el silencio;
en el silencio, sonrosadas pomas,
labios mudos, se abrieron.
Pero hoy el viento sacudió las hojas,
dispersó las semillas y los pétalos
y el pezón de los árboles se agota
en exhausto racimo amarillento.
¡No veles ya! Se marchitó la fronda.
¡Despídete del cerco!
En una alegre emanación sonora,
la infancia, en ronda florecida, ha vuelto.
Los pájaros celebran su victoria
picoteando tus restos:
tu pecho de aserrín, tu sien de estopa,
la hilacha sin color de tus cabellos.
Te sostiene una estaca melancólica
como al retrato de un payaso muerto.
¡Oh trágica derrota;
oh racimo de harapos verdinegros;
oh maniquí del campo que sollozas
mirando el alto nido y el alero,
hermano del fantasma, de la escoba,
del ciprés y del cuervo!
Hermano mío… ¡llora!
Llora conmigo sobre el campo yermo.
y aprende a amar los pájaros… ¡Que te oigan
cantar los niños y te escuche el viento!
Como un ángel caído al que perdona
la mano celestial, sube hasta el cielo.
¡Que se levante un ala milagrosa
en cada uno de tus hombros, quiero!
¡Que emprendas en tu muerte, que es tu aurora,
el viaje azul al paraíso eterno
en donde un niño solitario toma
gajos de luz que no consume el tiempo
a un árbol sin otoño y sin carcoma!
El niño aquél, inválido y sediento.


Arráncame  las áridas  raíces

déjame suspendida en el espacio,

entre los vientos firmes.

Allí se está como en un gran regazo

maternal y sin límites.

Déjame con los pájaros,

indagan lo invisible.

¡Ah, más allá del cielo se alza un árbol

que sus alas indómitas persiguen!

No lo han visto jamás y, sin embargo,

creen sentir su rumor en los confines.

Rumor de hojas distantes... Pero ¿acaso

no lo vieron, gigante, en el origen

primero de la vida, y en sus cantos

no es la voz de la ausencia lo que aflige?

Deja que suba a lo alto

y que mi canto vibre.

Canto la ausencia de algo,

de una estrella enterrada en nubes grises.

La sombra azul del árbol

se dilata y me ciñe.

Déjame con los pájaros.

Soy una flor delimitada y triste.

Arráncame los pétalos y el tallo

y la fragancia, y líbrame.

Esto soy todavía

un sosiego turbado por las lágrimas.

Esto fui: una pupila

húmeda, abierta y ávida.

Esto he de ser: el llanto, mientras viva.

Un erguido sollozo me levanta,

me hace andar en las cumbres, me encamina

hacia la azul montaña.

Y allí está la sonrisa

como una flor salvaje que me aguarda.

Veré la blanca flor y será mía,

¡mía!, y tendré, llorando, que arrancarla

del fondo de mi ser, pequeña y tibia,

de lo alto de la cumbre, pura y blanca.

¡Mía! Y el llanto surca mis mejillas

para que yo merezca su fragancia.

 

(Fuente: La parada poética)

 

 

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