miércoles, 28 de abril de 2021

Robert Hass (EEUU, 1941)

 

 

Envidia de los poemas ajenos

 

En una versión de la leyenda las sirenas no cantaban.
Que pudieran hacerlo fue sólo el cuento de un marinero.
Así que Odiseo, amarrado al mástil, fue atormentado
Por una música que nunca escuchó —las sacudidas del mar,
La transparencia del viento, el hambre marina de los pájaros—
Y aquellas silenciosas mujeres que apilaban algas para el manto de los jardines,
Viéndolo forcejar contra las cuerdas, viendo el horrible deseo
En sus ojos, ya no serían las mismas sobre el baldío rocoso de las islas,
Imaginando cuál era la canción que el hombre imaginaba
Y que ellas nunca habían cantado.

 

El mundo como voluntad y representación

 

Cuando era un niño, mi padre, todas las mañanas…
Algunas mañanas, durante un tiempo, cuando yo tenía unos diez años
……………más o menos,
Mi padre le daba a mi madre una droga que se llamaba antabus.
Te hacía vomitar cada que vez que tomabas alcohol.
Eran unas pequeñas pastillas amarillas. Él las picaba
En un vaso, disolviéndolas en agua, después le alcanzaba
A mi madre el vaso, y la observaba de cerca mientras se lo tomaba.
Esto fue hacia finales de los cuarenta, un tiempo,
Un mundo social, donde los hombres se levantaban
Para ir al trabajo, dejando a las mujeres con los niños.
Él me hacía un guiño, a la manera en que se hacían los guiños
……………a finales de los cuarenta,
Y yo la observaba de cerca para que no pudiera “zafarse”,
Ni “hacernos una jugarreta” a un par de tipos astutos como nosotros dos.
Cuando escucho esas mismas expresiones en las viejas películas
……………mi mente comienza a desvariar.
La razón por la que mi padre picaba tan finamente los medicamentos
Era que aquellas pastillas podían esconderse debajo de la lengua,
Para luego escupirlas. La razón para que este ritual
Ocurriera tan temprano en las mañanas, –o eso me informaban,
Y yo sabía que era cierto– era que ella, si quería, podía inducir el vómito,
Así que había que vigilarla mientras el organismo
Absorbía toda la droga. Es muy difícil reproducir en estos versos
El ritmo de aquella escena. Él picaba dos pastillas
Esparciendo el polvo sobre el vaso de agua,
Después se lo acercaba a ella, después la observaba mientras tomaba el vaso.
En mi recuerdo él tiene un traje gris de Herringbone,
Y una camisa blanca que ella misma había planchado.
Algunas mañanas, igual que en los cómics que leíamos,
En los que Dagwood salía muy temprano para tranquilizar
Al Señor Dithers, dejándole a Blondie los restos de una
Tostada y los riachuelos amarillos del huevo
Que ella tendría que limpiar,
antes de irse de compras con Trixie, la vecina
en lo que el Comic llamaba un frenesí de compras-,
Mi padre tomaba uno de los primeros buses, encargándome
A mí de la vigilancia. “Échale un ojo a mamá, socio”.
¿Conoces ese pasaje de La Eneida? Un hombre parte de
La ciudad incendiada con su padre sobre los hombros,
Llevando a su pequeño hijo de la mano.
Se abre camino entre los tapices en llamas
Y las columnas que caen, mientras el profeta ciego,
Levantando los brazos hacia el cielo, aúlla desde el interior:
Ha caído la gran Troya. La gran Troya no existe más”.
Tumbada sobre su bata, arrepentida y obediente,
Mi madre en el mesón de la cocina sufría arcadas y bebía,
Bebía y sufría arcadas. De alguna parte tuvimos que aprender
Nuestra primera idea moral sobre el mundo,
De alguna parte la justicia y el poder, el género y el orden de las cosas.

 

 

 

Meditación en lagunitas

 

Todo el nuevo pensamiento trata sobre la pérdida.
En esto se parece al viejo pensamiento.
La idea, por ejemplo, de que cada particular borra
la claridad luminosa de una idea general. De que el
pájaro carpintero que sondea el tronco muerto
y esculpido de un abedul es, por su sola presencia,
una caída trágica desde aquel mundo primigenio
y pleno de luz. O la otra idea que nos dice,
que puesto que no hay nada
a lo que el arbusto de moras corresponda,
toda palabra es una elegía de lo que realmente significa.
Hablamos de esto la noche pasada. En la voz
de mi amigo había una delgada línea de tristeza, un tono
casi quejumbroso. Después de un tiempo comprendí
que hablando de esta forma todo se disolvía: la justicia,
el pino, el cabello, la mujer, tú y yo. Hubo una vez una mujer
a la que le hice el amor. Recuerdo de qué manera
sostenía entre mis manos sus hombros diminutos. Algunas veces
sentí un asombro violento ante su presencia, una sed de sal,
como si estuviera frente al río de mi infancia con sus islas de sauces,
la música tonta que venía desde el barco del placer,
esos lugares pantanosos donde atrapábamos aquellos pescaditos
de un naranja plateado y que llamábamos semillas de calabaza.
Tenía muy poco en común con ella. Anhelo, decimos,
porque el deseo está lleno de distancias infinitas. Algo tan distante
habré sido yo para ella. Pero recuerdo muy bien esa manera
en que sus manos deshacían el pan, lo que le dijo su padre
y que la hirió profundamente, las cosas que soñaba.
Hay momentos en que el cuerpo es tan numinoso
como las palabras, días que son la carne misma prologándose.
Hubo tanta ternura en aquellas tardes y noches,
diciendo las moras, las moras, las moras.

 

 

Medida

 

Recurrencias.
La luz cobriza titubea
de nuevo en las pequeñas hojas

del ciruelo japonés. Es una tarde
de verano, la paz de la mesa
en la que escribo

y la paz habitual de la escritura,
aquellas cosas que provienen
de un orden al que sólo

pertenezco en la ociosidad
de la atención. La última luz
bordea el azul de la montaña

y casi podría entrever aquello
por lo que he nacido,
no tanto en la luz del sol

o en el árbol del ciruelo japonés
como en el pulso
que da forma a estas líneas.

 

 Tomado de Meditación interrumpida. Selección, traducción y prólogo de Santiago Espinosa¹. Ediciones Valparaíso: Granada, España, 2021.

 

 

(Fuente: Buenos Aires poetry)

 

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