Meditación en lagunitas
Todos los nuevos pensamientos son acerca de la pérdida.
En eso se parecen a todos los viejos.
La idea, por ejemplo, de que cada detalle
borra la luminosa claridad de una idea general. De que ese pájaro
carpintero con cara de payaso, que está horadando la corteza muerta
y ya tallada de ese abedul negro, por su sola presencia,
es una suerte de desprendimiento trágico de un mundo primigenio
hecho todo de luz indivisa. O aquel otro concepto
de que como no existe en este mundo nada
que equivalga a la zarza de la mora,
toda palabra es elegía de lo que significa.
Anoche, tarde, hablábamos con un amigo de eso,
y había en su voz un dejo de tristeza, un tono casi quejumbroso.
Después de un rato comprendí que cuando se habla de esta forma
todo termina disolviéndose: justicia,
pino, mujer, cabello, vos y yo. Pensé en una mujer
con la que hacía el amor, y me acordé de cómo, algunas veces
al agarrarle los pequeños hombros con las manos,
sentía un violento asombro ante su presencia,
como una sed de sal, del río de mi infancia,
con sus islas de sauces, la música pueril de la lancha de paseo,
las zonas pantanosas en las que capturábamos
aquellos pececitos color naranja y plata
que se llamaban peces sol. Nada tenía que ver con ella.
Anhelo, le decimos, porque el deseo está lleno
de infinitas distancias. Me parece que yo fui lo mismo para ella.
Pero me acuerdo tanto de la forma en que sus manos
partían el pan, o aquello que su padre le dijo que la había lastimado,
las cosas que soñaba. Hay algunos momentos en que el cuerpo y las palabras]
son igualmente numinosos, días
que son como la continuación de la carne,
Tanta ternura, de esas tardes y esas noches,
diciendo mora, mora, mora, mora.
Traducción E. Zaidenwerg
(Fuente: Ana Laferranderie)
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