Poquita fe
¿Y si se llaman entre sí, las células, y si es cierto que elige, y me refiero al óvulo, a su espermatozoide preferido, y si la gata sabe dónde duele, y por eso se acurruca ahí y te masajea con las uñas, y se expresa en tu pierna con el particular olor de su quijada, y si el tirón, la falla muscular cuando torcés el torso hacia un costado se complotó en efecto con tu respiración, con una pena antigua que atenaza los pliegues más candentes de, por qué no, tu corazón, y si tus sueños más indescifrables y febriles están atravesados de manera invisible por aquello que anhelás, o que al menos anhelás apoyarle la frente contra el flanco? ¿Y si ella sabe algo que vos no, esa mujer canosa del rodete en el mercado, que encuentra los productos que vas enumerando con los dedos –echalotes, jengibre, albahaca, cebolla morada– y después te sorprende y te pone en la mano algo que no pediste? ¿Si es una mandarina? ¿Si te llevás a casa un puñado de cáscara? ¿Y si la fotosíntesis, y si una superluna, y si un terremoto, y si la octava parte de los pechos? ¿Y si en efecto decidió morirse, ese perro flacucho tendido de costado en la escalera del subte, si quería quedarse con los ojos abiertos, y si vio su vida en un destello, y si la luz, algo por el estilo? Poquita fe, me dijo un día alguien que siempre repetía la expresión en diminutivo desde que la escuchó. ¿Y si mis omóplatos o, digamos, mis uñas, creyeran más que el resto de mi ser, si cada olla de agua para la pasta que salé, si cada acorde que retumbó en mis oídos, si todo lo que di o me saqué de encima forcejeando?
Traducción de Ezequiel Zaidenwerg Dib
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