Colibrí (Fragmento)
A mi padre, que me regaló un colibrí, aunque –se niegan a comer en cautiverio- hubo que soltarlo.
A Roberto González Echevarría que, sobre los míos, escribió un libro.
El colibrí, señor del terrón,
pasa del éxtasis a la muerte.
José Lezama Lima, Paradiso.
UNO
(…)
No hay, por supuesto, la menor puerta en el muro, ni mirilla o falla en el fresco, ni nada que nos permita pasar detrás de la representación; de modo que, a ciencia cierta, no tengo la menor idea de cómo cayó el Descomunal, ni contra qué relieve de hielo, tronco, trineo estilizado, ardilla juguetona con sus nueces, pompón o pino, dio de traste su acolchada curva dorsal.
Visto desde el público –primero amedrentado, luego jubilante en el revés, ahora, como siempre con los fracasados, desdeñoso y mordaz-, se va enderezando a duras penas, como si en las rodillas le hubieran echado vidrio y limón.
En las máscaras leñosas, inmutables y blancas del antiguo teatro imperial, los movimientos elocuentes y las ásperas modulaciones vocales del portador nos convidan a descifrar el sentimiento de armonía cósmica, el pavor o la lujuria, la impaciencia o el odio; así, la apagada lentitud con que se levanta y el resuello arrítmico del Estrellado –como el de un niño que acaba de llorar- nos incitan a proyectar sobre su rostro un dolor que parece desfigurarlo, cuando en realidad permanece aparatosamente fijo.
Ya está de pie, la mirada baja. Intacto. Escultural. Ileso. No. Mira bien: desde la ceja derecha, dibujada a partir de un óvalo como un tachonazo de carbón, un cometa, o la inicial de un calígrafo, hacia el párpado cerrado, de yeso, cae un goterón de sangre, un hilillo que desciende, alimentado por la minúscula fuente púrpura, ahora más rápido, a lo largo de la mejilla, por el ancho cuello, que atraviesa el torso, raya la cintura y el muslo, dividiendo en partes asimétricas, para una lección de acupuntura, la efigie lacerada del campeón.
Con una aguja semicircular, hervida en un aguaje de eucalipto y canela, el códice descolorido de un curandero y un toque de estropajo avinagrado para desinfectar, en una hamaca oportuna desplegada por los adoradores –ahora indolentes- en la cocina, le dieron tres puntadas paralelas, de mayor a menor, que convirtieron la inicial de la ceja en el jeroglífico chamuscado de una insurrección.
Abandonaron delantales y gorros. Un peinazo sin espejo. Apagaron las luces. Olvidaron tapar las ollas, que sirvieron de regocijo a los gatos. Y lo dejaron balancearse, hasta que se durmiera.
Colibrí. Bogotá. Editorial La Oveja Negra. 1985. Págs. 21-22.
(Fuente: La Mecánica Celeste)
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