lunes, 24 de julio de 2023

María Virginia Estenssoro (La Paz, Bolivia, 1903 - San Pablo, 1970)

 

Uno de los territorios en los que la literatura busca regularmente adentrarse es el de la experiencia de la muerte. Imaginar cómo ha de ser estar muerto. Una obra sobre este tema esencial, poco conocida pero que vale la pena conocer, es el cuento / poema “El occiso”, de la autora boliviana María Virginia Estenssoro (La Paz, 1903 – San Pablo 1970).

        En “El occiso”, el muerto es presentado como un ser consciente o semiconsciente. Un ser capaz de sentir dolor y placer. Si bien está escrito en tercera persona, es tan vívida la descripción de las sensaciones, que se transforma en una especie de crónica vivencial, como si fuera una primera persona la que comunica qué se siente al estar muerto. Mezcla poesía y prosa. Tiene disposición de verso libre y está estructurado con muchas repeticiones, pero traza básicamente un arco narrativo, y es como si la forma del texto diera cuenta de la cambiante realidad que se describe.

        Probablemente, al hablar de cruce entre poesía y prosa, de la realidad de la ultratumba, el autor latinoamericano que primero se nos viene a la mente es Juan Rulfo, y su Pedro Páramo, novela de 1955.  Lo que es notable es que “El occiso” es un texto de 1937.

        La editorial ninguna orilla ha recientemente rescatado el libro (el único publicado en vida por Estenssoro, y que tiene además del texto “El occiso”, dos cuentos más: “El cascote” y “El hijo que nunca fue”) y lo ha editado en la Argentina con una excelente introducción de Liliana Colanzi.

        El cuento “El occiso” tiene tres partes que, como se ha dicho, narran una especie de viaje por el reino de la muerte. De esas tres partes, compartimos la primera:

 

 

EL OCCISO

I

Fue como un despertar.
Un despertar de sueño clorofórmico.
Un despertar que venía de la nada, una nada hecha de pesadilla y de opresión.
Le arrancaron la vida de un cuajo.
Y se congeló de Infinito.
Y ya no sintió más.
Se transformó quizá, en un trozo de hielo; tal vez, en una piedra fría y negra.
Y ya no fue.
Ya no fue… y ahora, era otra vez.
Había vuelto de la nada, y en la nada seguía.
Estaba formado de vacío, de silencio, de inmovilidad y de frío.
De un frío de éter.
Era ahora, de éter y de desesperación.
Había despertado de un sueño clorofórmico, con una lentitud de siglos.
Había despertado de un sueño de piedra, en una vida de hielo.
Despertó muerto.
Estaba muerto: sin voz, sin movimiento, sin vista, sin calor![1] Con la sangre coagulada.

Con los miembros yertos, tiesos y endurecidos.
Con las pupilas fijas y dilatadas, como bolas de cristal.
Con las manos crispadas, los oídos tapiados, y el cerebro en febril actividad…
Entonces, su desesperación, su angustia, su vacío, su soledad y su silencio, se agudizaron, se exasperaron, y se poblaron de horror: se llenaron de tinieblas y de nieblas; de penumbras de orto y de oscuridades de pavor…
Pensó.
Primero poco a poco; después, con celeridad pasmosa, con velocidad inconcebible, atravesando todas las capas, y todos los límites, y todos los espacios.
Galopó sobre el Tiempo y bebió la Distancia.
Fue más allá de lo Eterno y lo Absoluto.
Y el pensamiento se le rompió de pánico, se le quebró de espanto, se le trizó de miedo.
Si hubiera estado vivo, se le habrían erizado los cabellos mojados de sudor, y se le habrían desgarrado las fauces como ramajes resecos.
No pudo gritar.
Ni pudo levantarse y huir.
Estaba amurallado en el ataúd.
Muerto.
Definitivamente muerto.
Era el occiso.
Era el occiso, el difunto pálido, el extinto lívido.
Era el finado de los cuentos de ánimas.
Y el muerto, el fantasma, sufría tan horriblemente, tan espantosamente, como nunca pudieron sufrir todos los vivos.
Era un terrible automartirio en el que el pensamiento le servía de estilete y de cuchillo.
Era un dolor tan enorme, que fue haciéndose palpable y consistente; que fue espesando el vacío, colmando la soledad, volcándose en la nada.
Era un dolor profundo y hondo como el agujero en que yacía; un dolor profundo y hondo que crecía y se agigantaba, y que iba, tal vez, a romper la caja, la muralla, el límite…
Y el occiso tremaba de alegría al pensar en su liberación.
El hombre resurgía en el muerto, y soñaba como hombre que fue, no como larva que era, como fantasma que nacía.
Saldría, con su suplicio tremendo, de este in pace implacable, y podría expandirse, esparcirse, volar!…
Pero, después, como a un hombre, le retornaba la duda, y comprendía que se quedaría allá, bajo la tumba blanca de cal, encajonado en la madera dura, por siempre, por toda una eternidad.
Y el miedo se le enroscaba otra vez en el cerebro, se le ovillaba en la mente, y lo enloquecía de pavor.
Pavor, ¿por qué? si en las horas pretéritas, después
del día de fatiga, de trabajo o de placer, sentía una
dulce alegría con la pequeña muerte de cada noche,
y se tendía blandamente en el túmulo blanco del
lecho para ser cadáver unas horas…
Pavor, ¿por qué?
Y el occiso seguía pensando, en un suplicio cada vez más inmenso y más feroz.
Tan inmenso y tan feroz, que se hinchaba, inflando y conmoviendo la fosa con un rumor sordo y lúgubre…
Y la nada se volvía densa.
La nada se espesaba de una lava pululante, de un líquido viscoso, con olor a humedad y a moho.
¿Era que su pensamiento había envejecido, y se cubría de herrumbre y de orín?
¿Era que su dolor se materializaba, convirtiéndose en una vegetación parasitaria, que, como inquieto azogue, le nacía en los muslos, en las corvas, en el vientre, por el cuello, por el pecho?…
¿Era, que un musgo fétido, con hedor de podredumbre, le brotaba de las cuencas orbitarias, le escocía en las fosas nasales, y le resbalaba por los pómulos, como gotas de sangre tibia y negruzca?
¿Eran los gusanos?…
¡¡¡¡Ay!!!!
¡ERAN LOS GUSANOS!
¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!
Eran los gusanos, gordos, redondos, pegajosos, viscosos, llenos de babas y de pus.
Eran los gusanos, que se arracimaban, que se multiplicaban, y que crecían, subían, bajaban, y corrían por todo su cuerpo en surcos flemosos.
Eran los gusanos que se lo comían como pulpos ávidos, como vampiros insaciables y voraces…
Eran sus cuerpos anillados y blanduzcos, que le chupaban todo el ser, con besos asquerosos de encías desdentadas…
Eran los gusanos, sus compañeros últimos, sus amigos postreros, los que llenaban su vacío y su soledad!
Las costillas, desmochadas, se le astillaban desprendiéndose del esternón.
Los órganos, las vísceras, las entrañas, habían desaparecido.
El cuajarón sanguinolento del corazón, que estaba congelado, pero en su lugar se había desgajado de raíz.
La carcoma le roía los huesos, e iba trepando implacable.
Por los oídos sintió una salmodia de réquiem, un doliente himno ultra terreno…
Y, de la superficie del cráneo mondo, penetró aquella masa pegajosa en la cavidad de la cabeza, y fue rodeando los caracoles de las circunvoluciones cerebrales.
Y otra vez, el occiso, se perdía, con lentitud de siglos, en el sueño clorofórmico…
Otra vez era de hielo, de éter y de nada.
Todavía le quedaban retazos de pensamiento, girones de idea…
La memoria se iba hundiendo blandamente en un bloque de algodón.
Ya no sabía…
Se esforzaba en recordar…
¿Qué había aquí hace un minuto?
¿Qué había?
¿Qué había?
Persistía aún el recuerdo fugaz:
–Un tul color de naranja rodeando una garganta–.
Pero, enseguida, inmediatamente, ese mismo instante, no había ya color, ni tul, ni garganta.
¿Qué tenía aquí ahora, ahora mismo?
Y el occiso iba desfalleciendo más pronto y deshaciéndose más rápido en tal compañía.
¿Qué? ¿Qué? ¿Qué?
Le quedaban todavía dos compases, ocho notas de un minuetto de Beethoven:
–Tralalá, lalalalá, la, lalá…
¿Y ahora?
–Tralalá, lalalalá…
¿Y ahora?
–Tra, lá…
Y no más.
¡NO MÁS!
Estaba otra vez perdido para siempre en la nada, disuelto en el vacío, hundido en el sueño clorofórmico.
Se iban alejando los gusanos. Habían terminado de comer.
Sin embargo, uno insistía, el último, chupando impávido el único cuajo de sangre que quedaba.
El último gusano… el último gusano… debía ser de luz, de una luz verde…
¡¡¡Ay!!!
Y el grito del occiso al terminar, fue un grito de espasmo, una convulsión de placer. Fue, como la postrera eyaculación.Fuera, rebrillaba el sol, y anidaban los pájaros en los ramajes verdes y jugosos, cantando como locos.
Y el occiso, todo espíritu, se bañaba en luz.

(…)

 

[1] La autora omite a veces la apertura de los signos de exclamación (nota editorial)

 

(Fuente: Hablar de poesía)

 

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