Traducción de Mariano Rolando Andrade
La ciudad
Todos los caminos van hacia la ciudad.
Del fondo de las brumas,
con todos sus pisos en viaje
hasta el cielo, hacia los más altos pisos,
como de un sueño, ella se exhuma.
Allí,
Son los puentes trenzados de hierro,
lanzados, a saltos, a través del aire.
Son los bloques y columnas
que decoran Esfinges y Gorgonas.
Son las torres sobre los suburbios,
son los millones de techos
que alzan al cielo sus ángulos rectos.
Es la ciudad tentacular,
de pie,
al final de las planicies y las fincas.
Las claridades rojas
que se mueven
sobre los postes y los grandes mástiles,
incluso a mediodía, arden aún
como huevos púrpura y oro.
El alto sol no se ve:
boca de luz, cerrada
por el carbón y el humo.
Un río de nafta y brea
golpea los rompeolas de piedra y los pontones de madera.
Los crudos silbidos de los navíos que pasan
aúllan de miedo en la niebla:
un fanal verde es su mirada
hacia el océano y las distancias.
Los muelles suenan con los choques de pesados furgones.
Los volquetes rechinan como bisagras.
Las plumas de hierro hacen caer cubos de sombra
y los deslizan de repente en sótanos de fuego.
Los puentes que se abren por la mitad,
entre los frondosos mástiles alzan sombrías horcas
y letras de cobre inscriben el universo,
inmensamente, a través de
los techos, las cornisas y las murallas,
cara a cara, como en batalla.
Y todo por allí pasan caballos y ruedas,
corren los trenes, vuela el esfuerzo,
hasta las estaciones, erigiendo, como proas
inmóviles, de miles en miles, un frontón de oro.
Los rieles ramificados descienden bajo tierra
como en pozos y cráteres
para reaparecer a lo lejos en redes claras de relámpagos
en el estruendo y la polvareda.
Es la ciudad tentacular.
La calle —y sus remolinos como cables
anudados alrededor de monumentos—
huye y regresa en largos enlazamientos.
Y sus inextricables multitudes,
las manos locas, los pasos febriles,
el odio en los ojos,
atrapan con los dientes el tiempo que se les adelanta.
Al alba, por la tarde, la noche,
en la prisa, el tumulto, el ruido,
arrojan hacia al azar la áspera simiente
de su duro trabajo que la hora se lleva.
Y las tiendas lúgubres y negras
y las oficinas turbias y falsas
y los bancos golpean las puertas
a las ráfagas de viento de la demencia.
A lo largo del río, una tenue luz,
borrosa y pesada, como un harapo que arde,
de farol en farol retrocede.
La vida, con los ríos de alcohol es fermentada.
Los bares abren sobre las aceras
sus tabernáculos de espejos
donde se contemplan la ebriedad y la batalla.
Una ciega se apoya en la muralla
y vende luz, en cajas de un centavo.
La perdición y el robo se aparean en su agujero.
La bruma inmensa y rojiza
a veces hasta el mar lejos retrocede y se recoge
y es entonces como un gran grito arrojado
hacia el sol y su claridad:
plazas, bazares, estaciones, mercados,
exacerban tan fuerte su vasta turbulencia
que los moribundos buscan en vano el momento de silencio
que necesitan los ojos para cerrarse.
Tal el día —sin embargo, cuando las tardes
esculpen el firmamento, con sus martillos de ébano,
la ciudad a lo lejos se extiende y domina la llanura
como una nocturna y colosal esperanza.
Ella surge: deseo, esplendor, obsesión.
Su claridad se proyecta en destellos hasta los cielos,
su incalculable gas en arbustos de oro se atiza,
sus rieles son caminos audaces
hacia la falaz felicidad
que la fortuna y la fuerza acompañan.
Sus muros se perfilan parecidos a un ejército
y lo que viene de ella aún de bruma y humo
llega en claros llamados hacia las campos.
Es la ciudad tentacular,
el pulpo ardiente y el osario
y la carcasa solemne.
Y los caminos de aquí se van al infinito
hacia ella.
La ville
Tous les chemins vont vers la ville.
Du fond des brumes,
Avec tous ses étages en voyage
Jusques au ciel, vers de plus hauts étages,
Comme d’un rêve, elle s’exhume.
Là-bas,
Ce sont des ponts tressés en fer,
lancés, par bonds, à travers l’air;
Ce sont des blocs et des colonnes
Que décorent Sphinx et Gorgones;
Ce sont des tours sur des faubourgs,
Ce sont des millions de toits
Dressant au ciel leurs angles droits;
C’est la ville tentaculaire,
Debout,
Au bout des plaines et des domaines.
Des clartés rouges
Qui bougent
Sur des poteaux et des grands mâts,
Même à midi, brûlent encor
Comme des œufs de pourpre et d’or,
Le haut soleil ne se voit pas:
Bouche de lumière, fermée
Par le charbon et la fumée.
Un fleuve de naphte et de poix
Bat les môles de pierre et les pontons de bois;
Les sifflets crus des navires qui passent
Hurlent de peur dans le brouillard :
Un fanal vert est leur regard
Vers l’océan et les espaces.
Des quais sonnent aux chocs de lourds fourgons;
Des tombereaux grincent comme des gonds;
Des balances de fer font choir des cubes d’ombre
Et les glissent soudain en des sous-sols de feu;
Des ponts s’ouvrant par le milieu,
Entre les mâts touffus dressent des gibets sombres
Et des lettres de cuivre inscrivent l’univers,
Immensément, par à travers
Les toits, les corniches et les murailles,
Face à face, comme en bataille.
Et tout là-bas, passent chevaux et roues,
Filent les trains, vole l’effort,
Jusqu’aux gares, dressant, telles des proues
Immobiles, de mille en mille, un fronton d’or.
Des rails ramifiés y descendent sous terre
Comme en des puits et des cratères
Pour reparaître au loin en réseaux clairs d’éclairs
Dans le vacarme et la poussière.
C’est la ville tentaculaire.
La rue —et ses remous comme des câbles
Noués autour des monuments—
Fuit et revient en longs enlacements;
Et ses foules inextricables,
Les mains folles, les pas fiévreux,
La haine aux yeux,
Happent des dents le temps qui les devance.
A l’aube, au soir, la nuit,
Dans la hâte, le tumulte, le bruit,
Elles jettent vers le hasard l’âpre semence
De leur labeur que l’heure emporte.
Et les comptoirs mornes et noirs
Et les bureaux louches et faux
Et les banques battent des portes
Aux coups de vent de la démence.
Le long du fleuve, une lumière ouatée,
Trouble et lourde, comme un haillon qui brûle,
De réverbère en réverbère se recule.
La vie, avec des flots d’alcool est fermentée.
Les bars ouvrent sur les trottoirs
Leurs tabernacles de miroirs
Où se mirent l’ivresse et la bataille;
Une aveugle s’appuie à la muraille
Et vend de la lumière, en des boîtes d’un sou;
La débauche et le vol s’accouplent en leur trou;
La brume immense et rousse
Parfois jusqu’à la mer loin recule et se retrousse
Et c’est alors comme un grand cri jeté
Vers le soleil et sa clarté:
Places, bazars, gares, marchés,
Exaspèrent si fort leur vaste turbulence
Que les mourants cherchent en vain le moment de silence
Qu’il faut aux yeux pour se fermer.
Telle, le jour — pourtant, lorsque les soirs
Sculptent le firmament, de leurs marteaux d’ébène,
La ville au loin s’étale et domine la plaine
Comme un nocturne et colossal espoir;
Elle surgit: désir, splendeur, hantise;
Sa clarté se projette en lueurs jusqu’aux cieux,
Son gaz myriadaire en buissons d’or s’attise,
Ses rails sont des chemins audacieux
Vers le bonheur fallacieux
Que la fortune et la force accompagnent;
Ses murs se dessinent pareils à une armée
Et ce qui vient d’elle encore de brume et de fumée
Arrive en appels clairs vers les campagnes.
C’est la ville tentaculaire,
La pieuvre ardente et l’ossuaire
Et la carcasse solennelle.
Et les chemins d’ici s’en vont à l’infini
Vers elle.
Canción del loco
Podrán gritar cuanto quieran contra la tierra,
la boca en la fosa,
jamás ninguno de los difuntos
responderá a sus amargos clamores.
Están bien muertos, los muertos,
aquellos que antaño hicieron fecundo el campo.
Forman ahora la inmensa acumulación de muertos
que se pudren, en los cuatro rincones del mundo,
los muertos.
Entonces
los campos eran dueños de las ciudades
el mismo espíritu servil
sometía por doquier las frentes y las espaldas,
y nadie podía ver aún
erigidos, en el fondo de la noche,
los brazos azorados y formidables de las máquinas.
Podrán gritar cuanto quieran contra la tierra,
la boca en la fosa:
aquellos que antaño eran los difuntos
son hoy en día, hasta el fondo de la tierra,
los muertos.
Chanson de fou
Vous aurez beau crier contre la terre,
La bouche dans le fossé,
Jamais aucun des trépassés
Ne répondra à vos clameurs amères.
Ils sont bien morts, les morts,
Ceux qui firent jadis la campagne féconde;
Ils font l’immense entassement de morts
Qui pourrissent, aux quatre coins du monde,
Les morts.
Alors
Les champs étaient maîtres des villes
Le même esprit servile
Ployait partout les fronts et les échines,
Et nul encor ne pouvait voir
Dressés, au fond du soir,
Les bras hagards et formidables des machines.
Vous aurez beau crier contre la terre,
La bouche dans le fossé :
Ceux qui jadis étaient les trépassés
Sont aujourd’hui, jusqu’au fond de la terre,
Les morts.
Extraídos de Émile VERHAEREN, «Les Campagnes hallucinées», Edmond Deman, Bruselas, 1893.
Las fábricas
Mirándose con los ojos quebrados de sus ventanas
y reflejándose en el agua con brea y salitre
de un canal recto, trazando su límite al infinito,
frente a frente, a lo largo de los muelles de sombra y noche,
a través de los suburbios agobiantes
y la miseria en andrajos de esos suburbios,
roncan horriblemente usinas y fábricas.
Rectángulos de granito y monumentos de ladrillos,
y largos muros sombríos que se prolongan por leguas,
inmensamente, por los suburbios;
y sobre sus techos, en la niebla, aguijoneadas
por hierros y pararrayos,
las chimeneas.
Mirándose con sus ojos negros y simétricos,
por los suburbios, en el infinito,
roncan día y noche
las usinas y las fábricas.
¡Oh, los barrios enmohecidos de lluvia y sus calles principales!
Y las mujeres y sus andrajos que aparecen
y las plazas, donde surge, en unas caries
de escombros y escorias,
una flora pálida y descompuesta.
En las esquinas, puerta abierta, los bares:
estaños, cobres, espejos ajados,
estanterías de ébano y frascos locos
desde donde resplandecen el alcohol
y su destello hacia las aceras.
Y pintas que de repente refulgen
sobre el mostrador, en pirámides de coronas;
y personas borrachas, de pie,
cuya largas lenguas lamen, sin frases,
las ales de oro y el whisky color topacio.
A través de los suburbios agobiantes
y la miseria en lágrimas de esos suburbios,
y los turbios y lúgubres vecindarios,
y los odios que se entrecruzan de personas en personas
y de parejas en parejas,
y el robo incluso entre indigentes,
retumban, al final de los patios, siempre,
los jadeantes ronquidos sordos
de las usinas y las fábricas simétricas.
Aquí, bajo grandes techos donde centellea el vidrio,
el vapor se condensa en fuerza prisionera:
mandíbulas de acero muerden y humean;
grandes martillos monumentales
trituran bloques de oro sobre yunques,
y, en un rincón, se iluminan las fundiciones
en hogueras arqueadas y frenéticas que son domadas.
Allá, los dedos meticulosos de los oficios prestos,
con ruidos pequeños, con minúsculos gestos,
tejen telas con hilos que vibran
ligeros y delgados como fibras.
Cintas de cuero transversales
corren de un extremo a otro de las salas
y los volantes grandes y violentos
giran, parecidos a las aspas al viento
de los locos molinos, bajo las ráfagas.
Un día de encierro avaro y chato
roza, a través de los vidrios engrasados
y húmedos de un tragaluz,
cada labor.
Automáticos y minuciosos,
obreros silenciosos
ajustan el movimiento
de universal tictacamiento
que fermenta de fiebre y locura
y hace trizas, con sus dientes de obstinación,
la palabra humana abolida.
Más lejos, un estruendoso alboroto de impactos
asciende de la sombra y se erige por bloques;
y, repentinamente, quebrando el impulso de las violencias,
muros de ruido parecen caer
y acallarse, en un charco de silencio,
mientras que los exacerbados llamados
de los crudos silbatos y las señales
continúan aullando hacia las lámparas,
alzando sus salvajes fulgores,
en zarzas de oro, hacia las nubes.
Y todo alrededor, al igual que un cinto,
allá, arquitecturas nocturnas:
las dársenas, los puertos, los puentes, los faros
y las estaciones locas de estrépito;
y más lejos aún techos de otras fábricas
y tanques y fundiciones y cocinas
asombrosos de nafta y resinas,
cuyas jaurías de fuego y altos resplandores
muerden a veces el cielo, a fuerza de ladridos e incendios.
A lo largo del viejo canal al infinito,
a través de la inmensidad de la miseria
de los sombríos senderos y los caminos de piedra,
las noches, los días, siempre,
roncan las continuas pulsaciones sordas,
en los suburbios,
de las fábricas y las usinas simétricas.
El alba se enjuga
en sus pañuelos de hollín;
el mediodía y su sol azorado
como un ciego vagan por sus nieblas;
solo, cuando al final de la semana, al atardecer,
la noche se deja en sus tinieblas caer,
el áspero esfuerzo se interrumpe, pero permanece en reposo,
como un martillo sobre un yunque,
y la sombra, a lo lejos, entre las esquinas, parece
una bruma de oro que se enciende.
Les usines
Se regardant avec les yeux cassés de leurs fenêtres
Et se mirant dans l’eau de poix et de salpêtre
D’un canal droit, tirant sa barre à l’infini,
Face à face, le long des quais d’ombre et de nuit,
Par à travers les faubourgs lourds
Et la misère en guenilles de ces faubourgs,
Ronflent terriblement usines et fabriques.
Rectangles de granit et monuments de briques,
Et longs murs noirs durant des lieues,
Immensément, par les banlieues;
Et sur leurs toits, dans le brouillard, aiguillonnées
De fers et de paratonnerres,
Les cheminées.
Se regardant de leurs yeux noirs et symétriques,
Par la banlieue, à l’infini,
Ronflent le jour, la nuit,
Les usines et les fabriques.
Oh les quartiers rouillés de pluie et leurs grand’rues!
Et les femmes et leurs guenilles apparues
Et les squares, où s’ouvre, en des caries
De plâtras blanc et de scories,
Une flore pâle et pourrie.
Aux carrefours, porte ouverte, les bars :
Étains, cuivres, miroirs hagards,
Dressoirs d’ébène et flacons fols
D’où luit l’alcool
Et sa lueur vers les trottoirs.
Et des pintes qui tout à coup rayonnent,
Sur le comptoir, en pyramides de couronnes;
Et des gens soûls, debout,
Dont les larges langues lappent, sans phrases,
Les ales d’or et le whisky, couleur topaze.
Par à travers les faubourgs lourds
Et la misère en pleurs de ces faubourgs,
Et les troubles et mornes voisinages,
Et les haines s’entre-croisant de gens à gens
Et de ménages à ménages,
Et le vol même entre indigents,
Grondent, au fond des cours, toujours,
Les haletants ronflements sourds
Des usines et des fabriques symétriques.
Ici, sous de grands toits où scintille la verre,
La vapeur se condense en force prisonnière :
Des mâchoires d’acier mordent et fument;
De grands marteaux monumentaux
Broient des blocs d’or sur des enclumes,
Et, dans un coin, s’illuminent les fontes
En brasiers tors et effrénés qu’on dompte.
Là-bas, les doigts méticuleux des métiers prestes,
À bruits menus, à petits gestes,
Tissent des draps, avec des fils qui vibrent
Légers et fins comme des fibres.
Des bandes de cuir transversales
Courent de l’un à l’autre bout des salles
Et les volants larges et violents
Tournent, pareils aux ailes dans le vent
Des moulins fous, sous les rafales.
Un jour de cour avare et ras
Frôle, par à travers les carreaux gras
Et humides d’un soupirail,
Chaque travail.
Automatiques et minutieux,
Des ouvriers silencieux
Règlent le mouvement
D’universel tictacquement
Qui fermente de fièvre et de folie
Et déchiquette, avec ses dents d’entêtement,
La parole humaine abolie.
Plus loin, un vacarme tonnant de chocs
Monte de l’ombre et s’érige par blocs;
Et, tout à coup, cassant l’élan des violences,
Des murs de bruit semblent tomber
Et se taire, dans une mare de silence,
Tandis que les appels exacerbés
Des sifflets crus et des signaux
Hurlent toujours vers les fanaux,
Dressant leurs feux sauvages,
En buissons d’or, vers les nuages.
Et tout autour, ainsi qu’une ceinture,
Là-bas, de nocturnes architectures,
Voici les docks, les ports, les ponts, les phares
Et les gares folles de tintamarres;
Et plus lointains encor des toits d’autres usines
Et des cuves et des forges et des cuisines
Formidables de naphte et de résines
Dont les meutes de feu et de lueurs grandies
Mordent parfois le ciel, à coups d’abois et d’incendies.
Au long du vieux canal à l’infini,
Par à travers l’immensité de la misère
Des chemins noirs et des routes de pierre,
Les nuits, les jours, toujours,
Ronflent les continus battements sourds,
Dans les faubourgs,
Des fabriques et des usines symétriques.
L’aube s’essuie
À leurs carrés de suie;
Midi et son soleil hagard
Comme un aveugle, errent par leurs brouillards;
Seul, quand au bout de la semaine, au soir,
La nuit se laisse en ses ténèbres choir,
Le âpre effort s’interrompt, mais demeure en arrêt,
Comme un marteau sur une enclume,
Et l’ombre, au loin, parmi les carrefours, paraît
De la brume d’or qui s’allume.
Extraído de Émile VERHAEREN, «Les Villes tentaculaires», Edmond Deman, Bruselas, 1895.
Émile Verhaeren (1855-1916). Miembro del
movimiento simbolista y considerado como uno de los padres del
modernismo y el futurismo, Émile Verhaeren fue uno de los grandes poetas
belgas de fines del siglo XIX y principios del XX, y ejerció una
notable influencia entre sus pares en Europa. Nació y vivió en un país
que adoptó con fervor la revolución industrial, fue testigo privilegiado
de los profundos cambios que eso produjo y a partir de 1890 se volcó a
las cuestiones sociales.
Los poemarios «Les Campagnes hallucinées»
(Los campos alucinados, 1893) y «Les Villes tentaculaires» (Las ciudades
tentaculares, 1895) forman parte de una trilogía que se completa con la
obra de teatro Les Aubes (Las albas), de 1898. La temática y las
imágenes de «La ville» y «Les usines», se adelantan en treinta años al
universo que Fritz Lang llevaría al cine en 1927 con «Metrópolis» y que
otros poetas retomarían a lo largo del siglo XX. En estos versos libres,
rebosantes de sonidos y formas geométricas, Verhaeren describe el
esplendor del desarrollo tecnológico mecánico y su imparable fuerza y
los opone al sufrimiento humano, el horror de la vida cotidiana de las
clases obreras en los suburbios y las miserias del «progreso».
«Les
Campagnes hallucinées», libro en el que Verhaeren se ocupa además del
traumático movimiento de emigración de los campesinos hacia las grandes
ciudades, incluye siete poemas titulados «Chanson de Fou», uno de los
cuales presentamos aquí, intercalados como visiones fantásticas de la
angustia y el horror que significa esa brutal «muerte» de la campaña
abandonada.
(Fuente: Revista Estero)
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