El enamorado
"Le escucho", dije yo.
Me tomó del brazo y me llevó al interior de su tienda entre frutas y
legumbres. Pasamos por una puerta, al fondo, y llegamos a un cuarto.
Había allí un lecho en el que yacía una mujer inmóvil y probablemente
muerta. Me pareció que debía estar allí desde hacía mucho tiempo pues el
lecho estaba todo cubierto de hierbas crecidas. "Lo riego todos los
días", dijo el frutero con aire pensativo.
"En cuarenta años nunca he llegado a saber si estaba muerta o no. Nunca
se ha movido, ni hablado ni comido durante ese lapso; pero lo curioso es
que sigue estando caliente. Si usted no me cree, mire". Y entonces
levantó un ángulo de la cobija lo que me permitió ver muchos huevos y
algunos polluelos recién nacidos. "Usted ve, es el modo que utilizo para
incubar los huevos (también vendo huevos frescos)".
Nos sentamos a cada lado del lecho y el frutero comenzó a hablar: "La
quiero tanto, créame. La he querido siempre. Era tan dulce. Tenía unos
piesecitos ágiles y blancos. ¿Quiere usted verlos?". "No", dije yo.
"En fin", continuó diciendo con un profundo suspiro, "era tan hermosa.
Yo tenía cabellos rubios, ella hermosos cabellos negros (ahora, los dos
tenemos cabellos blancos). Su padre era un hombre extraordinario. Tenía
una gran casa en el campo. Se dedicaba a coleccionar costillas de
cordero. Por ese motivo llegamos a conocernos. Yo tengo una
especialidad: sé desecar la carne con la mirada. El señor Pushfoot (ése
era su nombre) oyó hablar de mí. Me invitó a su casa para desecar sus
costillas a fin de que no se pudrieran. Agnes era su hija. Fue un amor a
primera vista. Partimos juntos en barco por el Sena. Yo remaba. Agnes
me hablaba así: "Te quiero tanto que vivo sólo para ti". Y yo le decía
lo mismo. Creo que es mi amor lo que la mantiene cálida; quizás está
muerta, pero el calor persiste". -"El año próximo", prosiguió con la
mirada perdida, "sembraré algunos tomates; no me asombraría que se
desarrollaran bien allí dentro". -"Caía la noche y no se me ocurría
dónde pasar nuestra primera noche de bodas; Agnes se había vuelto
pálida, muy pálida por la fatiga. Finalmente, apenas salimos de París,
vi una cantina que daba sobre la orilla. Aseguré el barco y penetramos
por la galería negra y siniestra. Había allí dos lobos y un zorro que se
paseaban a nuestro alrededor. No había nadie más".
"Llamé, llamé a la puerta que encerraba un terrible silencio. "Agnes
está muy fatigada, Agnes está muy fatigada", gritaba yo lo más fuerte
que podía. Finalmente una vieja cabeza se asomó por la ventana y dijo:
"No sé nada. Aquí el patrón es el zorro. Déjeme dormir: usted me
fastidia". Agnes se puso a llorar. No quedaba otro remedio: tenía que
dirigirme al zorro. "¿Tiene usted camas?" le pregunté varias veces. No
respondió nada: no sabía hablar. Y de nuevo la cabeza, más vieja que
antes, que desciende suavemente desde la ventana, atada a un cordoncito:
"Diríjase a los lobos; yo no soy el patrón aquí. Déjeme dormir, por
favor". Acabé por comprender que esa cabeza estaba loca y que no tenía
sentido continuar. Agnes seguía llorando. Di varias vueltas alrededor de
la casa y al fin pude abrir una ventana por la que entramos. Nos
encontramos entonces en una cocina alta; sobre un gran horno enrojecido
por el fuego había unas legumbres que se cocían solas y saltaban por sí
mismas en el agua hirviendo; ese juego las divertía mucho. Comimos bien y
después nos acostamos sobre el piso. Yo tenía a Agnes en mis brazos. No
pudimos dormir ni un minuto. Esa terrible cocina contenía toda clase de
cosas. Una enorme cantidad de ratas se habían asomado al borde exterior
de sus agujeros y cantaban con vocecitas aflautadas y desagradables.
Había olores inmundos que se inflaban y desinflaban uno tras otro, y
corrientes de aire. Creo que fueron las corrientes de aire las que
acabaron con mi pobre Agnes. Ya nunca más se recobró. Desde ese día
habló cada vez menos". Y el frutero estaba tan cegado por las lágrimas
que no tuve dificultad en escaparme con mi melón.
en La dame ovale (1939), incluido en Antología de la poesía surrealista de lengua francesa (Fabril Editora, Buenos Aires, 1961, selec. y trad. de Aldo Pellegrini).
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