CABEZA DE BUEY
A la calle baja el silencio de los cuartos,
el brillo de los muebles en una oscuridad
con detalles: los dígitos rojos de la hora,
los ambarinos que avanzan y se retraen
de los vúmetros que estallan en volumen cero.
De esos fosforescentes resplandores débiles
se cubren los cabellos húmedos, brillosos,
de una mujer dormida en celo improductivo.
Hasta la calle baja el silencio de las casas,
garajes, y de las avenidas a los edificios
se filtra el gran silencio de los autos guardados,
detenidos. Un patrullero cubierto de hojas húmedas
y secas. Triple halo blanco azul y rojo de la luna,
que estuvo llena hace tres días y ahora mengua,
liberando, se desimanta de su compacta redondez,
va por atrás de las construcciones hacia su pozo negro.
Al oído en los cuartos llega el zumbido del mosquito
que eleva la línea de vuelo y retorna luego ululando
una ambulancia blanca, una ráfaga de luz roja
resbala por las paredes interiores del cuarto
con ventanas abiertas. ¿Quién se debate en una idea
inmortal? ¿Quién, ahora pensando
en el momento que se detienen todos los derroches?
¿Guardarás tu cara juvenil para llevarte
el dorso, el animal extraño?
Y en las precisiones despojadas de ilusión… ¿quién vive?
A los cuartos amplios soleados absorbentes va el tronar
de los monstruos, vozarrones de paja quebradiza;
la bolsa de plástico rodando ante la mirada de los hombres.
Va y viene el polvo, el viento entra en corredores finos,
sube escaleras mojadas, mueve helechos aún verdes, y
en la extensión de las calles ablanda su frente y adelanta.
Una alarma estremece a todo el barrio, el pez
sigue solo, inmóvil en su pileta, bajo los ruidos,
en su cueva de agua la tortuga ve un siglo.
(Pero disculpen si esta languidez pareciera duradera,
es que ahora descubrí una zona impalpable
que libera su intrínseca ilusión, y estoy contento.)
Paño marrón, nutriente de las capacidades negativas,
a través de su agrietado seco he visto la alegría
de vivir, de pensar, de ir y venir por las calles,
el alborozo de estar sentado en trenes, el acto lúcido
de apagar todas las luces de la casa y quedar despierto.
Paño rojo verde y amarillo del pozo sin astros ni confines.
Las arboledas sedientas, luminosas copas de pasto seco
en la noche reciente, sobre la tierra polvorienta, fuera
de todo renacer, definitivo sentimiento de carne
en estado puro, blanco, lunar, impalpable, agotado;
sin gota de agua ni germen de semilla, lago inmoldeable.
Vagaría, iría a caminar dando rodeos a los parques…
¿pero para qué? trabajaría, amaría, obtendría…
¿pero para qué? si es imposible no hacer nada,
condenas del mejorar, empezar a amar, desear
un signo que se desenvuelve y muestra toda su familia
de esferas, ganchos, hojas y caballos, gente joven y vieja.
Un pequeño cinturón de castidad como una lente de contacto
colocado a la entrada, transformado en ojo atento
sin poder recibir más que luz e impresiones
a través de transparencias. Un rey que no vuelve,
un batero no despierta, una gordita encinta, un perro
se aparta de sus dueños y entra en la brillante heladería.
Las ranuras infectas mantienen al mundo en calma,
muerto, con el deseo de renacer, de infundirle un alma
al alma, de moldearle un cuerpo al cuerpo. Bajar en silencio
desde los cuartos hasta la calle, llegar al auto,
tantear las llaves y frotarse las manos antes de comenzar
a manejar: paso la lengua por el hueso frío de la calavera.
(Fuente: Transtierros)
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