El coliseo
Bastaba con trazar sobre la tierra reseca, con un palo o con el pie, un círculo, y de pronto el coliseo aparecía frente a nuestros ojos: romanos con sandalias y flequillos, todos de blanco; el César con su toga púrpura y la corona de laureles en la mano, esperando al ganador en medio de un barullo jubiloso, como de patio de la escuela. Entonces sacábamos a nuestros gladiadores de sus frascos de vidrio y los poníamos a combatir: arañas derrotadas ya de antemano por la gravedad; lentos escarabajos de armadura negra; un ciempiés enmarañado sobre sí mismo; un grillo sin un ala. Un día, un adelanto técnico –palitos chinos– hizo posible la captura de una pareja de alacranes: uno grande y otro más chico, que pusimos en frascos separados. Al soltar a aquellos animales mitológicos sobre el perímetro de tierra, pronto se dieron a la fuga y yo alcancé a volver a cubrirlos con un frasco boca abajo, encerrándolos el uno frente al otro: Combate submarino. Al principio, el más chico daba vueltas alrededor del grande y agitaba, como si fuese un cascabel, la cola. El otro lo ignoraba. Pero luego, sin ni siquiera arquear el aguijón, le arrancó el suyo al chico con las fauces y después procedió, tras desarmarlo, a devorarle la cabeza. Entonces, bajo una silbatina imaginaria, y en solidaridad con el más débil, levantamos el frasco y aplastamos con una piedra al monstruo. Al otro día, después del desayuno, descubrimos unas hormigas negras que acarreaban los restos indistintos de la lucha bajo la tierra. Y distinguimos sólo del vencedor, despedazado, en andas de un bichito invisible, como ofrenda a la divinidad del inframundo, la punta de ese brazo poderoso, el aguijón, hundiéndose en el suelo.
Traducción de Ezequiel Zaidenwerg Dib
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