domingo, 30 de marzo de 2025

Adam Wolniewicz (York, Maine, EEUU, 1985)

 

El coliseo

 

Bastaba con trazar sobre la tierra
reseca, con un palo o con el pie,
un círculo, y de pronto el coliseo
aparecía frente a nuestros ojos:
romanos con sandalias y flequillos,
todos de blanco; el César con su toga
púrpura y la corona de laureles
en la mano, esperando al ganador
en medio de un barullo jubiloso,
como de patio de la escuela. Entonces
sacábamos a nuestros gladiadores
de sus frascos de vidrio y los poníamos
a combatir: arañas derrotadas
ya de antemano por la gravedad;
lentos escarabajos de armadura
negra; un ciempiés enmarañado sobre
sí mismo; un grillo sin un ala. Un día,
un adelanto técnico –palitos
chinos– hizo posible la captura
de una pareja de alacranes: uno
grande y otro más chico, que pusimos
en frascos separados. Al soltar
a aquellos animales mitológicos
sobre el perímetro de tierra, pronto
se dieron a la fuga y yo alcancé
a volver a cubrirlos con un frasco
boca abajo, encerrándolos el uno
frente al otro: Combate submarino.
Al principio, el más chico daba vueltas
alrededor del grande y agitaba,
como si fuese un cascabel, la cola.
El otro lo ignoraba. Pero luego,
sin ni siquiera arquear el aguijón,
le arrancó el suyo al chico con las fauces
y después procedió, tras desarmarlo,
a devorarle la cabeza. Entonces,
bajo una silbatina imaginaria,
y en solidaridad con el más débil,
levantamos el frasco y aplastamos
con una piedra al monstruo. Al otro día,
después del desayuno, descubrimos
unas hormigas negras que acarreaban
los restos indistintos de la lucha
bajo la tierra. Y distinguimos sólo
del vencedor, despedazado, en andas
de un bichito invisible, como ofrenda
a la divinidad del inframundo,
la punta de ese brazo poderoso,
el aguijón, hundiéndose en el suelo.
 
 
Traducción de Ezequiel Zaidenwerg Dib 

 

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