lunes, 1 de noviembre de 2021

Carolyn Forché ( Detroit, Michigan, Estados Unidos, 1950)

 





LA VALIJA PERDIDA     




Así fue con la valija dejada al frente 
del hotel —ceñida, roto el candado, 
empapelada con puertos del mundo, cargando aquello que 
importaba hasta entonces, cuando al voltear tu espalda 
para escudar un fósforo, fue llevada, y el ladrón, 
esperando objetos de valor, encontró en cambio libros escritos 
entre guerras, luz dorada de áticos, pájaros mecánicos cantando, 
y la crónica de las últimas horas de tu país. 
Aquello en lo que, por medio de notas, esperabas convertirte: 
un sustantivo en el papel, papel oscuro con sustantivos: 
golondrinas volando a través de una basílica, tus manos alzándose 
como humo, una nube a punto de abrirse sobre la ciudad, almohadas 
respirando superficialmente donde habías yacido, un fantasma 
en una bata de hospital, y aquí tu voz, 
con principios, tierna, susurrando a través de 
una cerca tejida con ramas de pino:
La escritura es más vieja que el vidrio pero más joven
que la música, más vieja que los relojes o la porcelana pero más joven que la soga.
Querido, que inclusive al hablar callas,
durante años he buscado, generalmente mientras duermo,
cuando he encontrado la valija abierta, recolectando nieve,
todavía guardando tu vade mecum de lo infinito,
tu diccionario de lo ya-no-hablado,
un libro de citas de heridas casualmente infligidas,
y el escueto registro de actos verdaderamente heroicos.
Perdido está tu atlas de países que no han sido marcados por la guerra,
ausente tu manual para la preservación de las horas.
El incunable se ha perdido —tanto tu primer libro
como un lugar de eclosión para tus pájaros mecánicos—
pero la colección de aperçus teniendo que ver
con luz poniendo huevos en tus ojos fue encontrada,
junto con la profecía que todos los asesinatos en masa fueron presagios tempranos.
En una librería antigua, encontré tu catecismo de fes atrofiadas,
entonces te entierro sin tu Salterio,
ni la monografía en donde haces tu proposición
más inequívoca y reñida:
que todo deberá suceder, pero a quien no importa.
Aquí están tus libros, como si estuvieran ardiendo.
Estate cerca ahora, y despierta para decirme quién fuiste.



EL REFUGIO DEL ARTE




Estoy pensando en uros y ángeles, el secreto de los pigmentos duraderos... el refugio del arte.
—Vladimir Nabokov


En un taller que alguna vez fue una fábrica de zapatos, un artista pinta
            muros,
cromlechs, y mojones con polvo de piedras pigmentado:
dólmenes con marcas de un pasado desconocido,
caballos cincelados en tiza sobre sulfato de cobre,
un friso de cazadores en tiempo Paleolítico.
Losas de esquisto alumbran su vela sobre ciervos en fuga
bisones en estampida, uros salvajes con cuernos
en forma de liras, caballos galopando sus paredes, y encima de ellos
serpientes, espirales, rombos, y estrellas.
En el amanecer de la humanidad, niños construyeron tumbas de paso
para los muertos: colmenas de piedra en la tierra para el zumbido del
             espíritu.
Todavía al solsticio, el sol entra en sus cámaras por precisamente
diecisiete minutos. Ciertos años también la luna.
Cisnes migrando por el invierno las sobrevuelan mientras las estrellas se
             apagan con un siseo.
En fosas huecas reposan los muertos, huesos blanqueándose
en oscuridad absoluta, donde ni siquiera los murciélagos cantan, y hasta
que fueron vistos desde el aire por pilotos durante la Gran Guerra,
los domos durmieron, redondos y alzados en los campos.
También vieron sus propias ciudades enjoyadas, sus aldeas de ajedrez,
mantas de cultivos, y serpientes de ríos, nieve herida
por alambre no antes visto, y después de la guerra,
los pilotos llevaron ingenieros a los campos de los domos.
Al principio nadie sabía qué eran. Nada se sabía.
Ni que los constructores habrían sido niños para ellos,
ni por qué labraron sus vidas moviendo piedras
para que el sol se deslizara entre ellas durante un amanecer de invierno,
iluminando las espirales, estrellas, y rombos
que el artista ahora transcribe junto con uros salvajes,
bisontes, y el caballo de la antigüedad. No se sabe por qué
los pinta, parado, como está, en una ceguera de esquisto—
sólo que con el tiempo, tal vez podrá descifrar un mensaje acerca de
uros, bisontes y espirales, rombos y estrellas.



THE LOST SUITCASE




So it was with the suitcase left in front
of the hotel—cinche, broken locked,
papered with world ports, carrying what
mattered until then, when turning your back
to cup a match it was taken, and the thief,
expecting valuable, instead found books written
between wars, gold attic-light, mechanical birds signing,
and the chronicle of your country’s final hours.
What, by means of notes, you hope to become:
a noun on paper, paper dark with nouns:
swallows darting through a basilica, your hands up
in smoke, a cloud about to open over the city, pillows
breathing shallowly where you had lain, a ghost
in a hospital gown, and here your voice,
principled, tender, soughing through
a fence woven with pine boughs:
writing is older than glass but younger
the music, older than clocks or porcelain but younger than rope.
Dear one, who even in speaking is silent,
for years I have searched, usually while asleep,
when I have found the suitcase open, collecting snow,
still holding your vade mecum of the infinite,
your dictionary of the no-longer-spoken,
a commonplace of wounds casually inflicted,
and the slender ledger of truly heroic acts.
Gone is your atlas of countries unmarked by war,
absent your manual for the preservation of the hours.
The incunabulum is lost—both your earliest book
and a hatching place for your mechanical birds—
but the collection of apercus having to do
with light laying its eggs in your eyes was found,
along with the prophecy that all mass murders were early omens.
In an antique bookshop, I found your catechism of atrophied faiths,
so I lay you to rest without your Psalter,
nor the monograph wherein you state your most
unequivocal and hard-won proposition:
that everything must happen but to whom doesn’t matter.
Here are your books, as if they were burning.
Be near now, and wake to tell me who you were.



THE REFUGE OF ART



I am thinking of aurochs and angels, the secret of durable pigments... the refuge of art.
—Vladimir Nabokov


In an atelier once a shoe factory, an artist paints walls,
cromlechs, and cairns with pigmented stone-dust:
dolmens with markings from an unknown past,
horses chiseled in chalk on bluestone,
a huntsman’s frieze in Paleolithic time.
Slate tiles light his vigil over stags in flight,
bison stampeding, wild aurochs with lyre-shaped
horns, horses galloping his walls, and upon them
serpents, spirals, lozenges, and stars.
In the dawn of humanity, children built passage tombs
for the dead: stone hives for the hum of spirit.
At solstice still, the sun enters their chambers precisely
for seventeen minutes. Certain years also the moon.
Wintering swans fly over as the stars hiss out.
In hollow pits the dead repose, bones whitening
in utter dark, where not even bats sing, and until
seen from the air by pilots during the Great War,
the domes slept, round and risen in the fields.
They also saw their own jeweled cities, their chess villages,
quilts of crops, and snake of rivers, snow wounded
by wire not seen before, and after the war,
the pilots led engineers to the fields of the domes.
At first no one knew what they were. Nothing was known.
Not that the builders would have been children to them,
nor why they toiled their lives moving stones
for the sun to slip through at a winter dawn,
lighting the spirals, stars, and lozenges
that the artist now transcribes along with wild aurochs,
bison, and the ancient horse. It is not known why
he paints them, standing as he does in a slate blindness—
only that with time, he might decipher a message regarding
aurochs bison and spirals, lozenges and stars.
 
 
 
  Traducción: Juan E Suárez Encalada

Fuente: Poéticas | Círculo de poesía | Revista Altazor | Otra iglesia es imposible | Festival de poesía de Medellín
Imagen en Penguin Random House
 
 
(Fuente: El poeta ocasional)




 

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