Cuantas veces pienso en lo pequeña que es mi casa,
cuantas veces entristezco
porque no he podido
engendrar un jardín con apenas
cinco flores y una linda maceta.
Y cuando veo el techo agujereado,
presagio de filtraciones y goteras,
y hago un cálculo del poco tiempo
que queda para que empiecen
a desplomarse los cielorrasos,
para que ya no funcione
la cerradura de la puerta de entrada,
para que la maleza viva rompa
la lápida de la piel cementicia del patio,
y comience la invasión tenaz y muda
de los caracoles...
Sí, tantas veces lo hago!
Y tantas supuro el dolor
de la decrepitud y la escasez
de las cosas...
qué no parece cierto que llegarse
hasta el almacén a buscar un poco
del ajuar cotidiano pueda revelarme
que mi casa está justo allá afuera,
del otro lado, donde ocurre la vida mía
y la de mis amados extraños
y que el cielo es un techo azul
que no se descascara en máscaras de estrellas,
que el espacio avanza en estampida
sobre las ochavas de las diagonales,
sobre los árboles y flores
que alguien sí, ha plantado,
y más allá de las torres y las catedrales
que también son nuestras!
Y lloro, comprendiendo
que el barrio es mi casa,
que la ciudad y el mundo
son mi casa, mi hermosa casa,
una galaxia mi casa...
y mi calle, la calle,
un lugar
donde cualquiera de nosotros
puede hacer una fiesta.
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