miércoles, 23 de septiembre de 2020

Julia Magistratti (Azul, Buenos Aires, 1976)

 

 

Infancia en dictadura

 

No me gustan las cosas que llegan por la noche.

 

El circo que ocupaba el descampado

con una sigilosa extravagancia montaba sus destartaladas piezas.

Y a la mañana siguiente, en la panadería,

unos seres animados e irreales,

ocupaban el espacio,

desorientando a los niños, los perros y las viejas

que volvían a sus casas sin el mandado.

 

No me gustan las cosas que se instalan por la noche

como una amenaza que se dice por lo bajo.

 

Los soldados que todos los 9 de julio esperaban a los gallos

y el desfile,

hacían el chocolate en los tanques despintados,

el frío del amanecer apretaba la entrepierna

de los raídos trajes verdes

y el casco helaba el cuero de la cabeza,

los pibes colimbas meaban la leche recién ordeñada.

 

Abanderados y escoltas aparecían en el horizonte

como un sol artificial

con maestras que ya murieron de cáncer y desconsuelo.

La noche anterior, las madres almidonaban los uniformes

y delantales apretando la plancha sobre los dobladillos,

descargando la furia sin más de entregar a sus hijos a los ojos

de interventores, generales, párrocos y altivas

directoras de escuela.

 

Mi abuela decía “nunca crean en hombres que llevan polleras:

ni obispos ni jueces ni ingleses”.

 

No me gustan las cosas que se instalan por la noche

como una verdad susurrada que se dice una sola vez

 

o una sirena

que no viene de ningún lado

pero viene hacia nosotros.

 

 

 

 

 

Rabia

 

Yo tenía una rabia.

 

Cultivaba como flores una rabia.

Es domingo a veces en el pasado.

 

En la hora de la catequesis habla el párroco de gris

con una lengua blanca en el cogote, atragantada.

El Monte de Sinaí queda más lejos que los toboganes

de los que nunca hubiéramos querido bajar.

Filisteos, sacramento, corintios, profetas,

palabras sin sentido mientras la hostia se pega en el paladar.

Aliento a hostia nos quedaba como materia de silencio

y nada más.

Hasta que abrían la heladería de enfrente de la iglesia

que era como el cielo prometido.

 

Del otro lado de los vitrales, en las vías,

cada tanto asomaba un croto, nos hacía señales de luces

con un espejo,

y era el hombre del nuevo testamento, dispuesto a una siesta

de barro.

 

Una voluntad de huida tenía mi rabia. Y masticaba

con mis dientes hinojos robados de los jardines.

Más allá, del otro lado del tejido, los toros atropellados

por las moscas,

inmóviles como el mundo.

 

Y yo siempre estaba casi a punto de romperme la nariz

contra una pared

para demostrar que no existen las paredes.

 

 

 

(Fuente: Vallejo & company)

 


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