Infancia en dictadura
No me gustan las cosas que llegan por la noche.
El circo que ocupaba el descampado
con una sigilosa extravagancia montaba sus destartaladas piezas.
Y a la mañana siguiente, en la panadería,
unos seres animados e irreales,
ocupaban el espacio,
desorientando a los niños, los perros y las viejas
que volvían a sus casas sin el mandado.
No me gustan las cosas que se instalan por la noche
como una amenaza que se dice por lo bajo.
Los soldados que todos los 9 de julio esperaban a los gallos
y el desfile,
hacían el chocolate en los tanques despintados,
el frío del amanecer apretaba la entrepierna
de los raídos trajes verdes
y el casco helaba el cuero de la cabeza,
los pibes colimbas meaban la leche recién ordeñada.
Abanderados y escoltas aparecían en el horizonte
como un sol artificial
con maestras que ya murieron de cáncer y desconsuelo.
La noche anterior, las madres almidonaban los uniformes
y delantales apretando la plancha sobre los dobladillos,
descargando la furia sin más de entregar a sus hijos a los ojos
de interventores, generales, párrocos y altivas
directoras de escuela.
Mi abuela decía “nunca crean en hombres que llevan polleras:
ni obispos ni jueces ni ingleses”.
No me gustan las cosas que se instalan por la noche
como una verdad susurrada que se dice una sola vez
o una sirena
que no viene de ningún lado
pero viene hacia nosotros.
Rabia
Yo tenía una rabia.
Cultivaba como flores una rabia.
Es domingo a veces en el pasado.
En la hora de la catequesis habla el párroco de gris
con una lengua blanca en el cogote, atragantada.
El Monte de Sinaí queda más lejos que los toboganes
de los que nunca hubiéramos querido bajar.
Filisteos, sacramento, corintios, profetas,
palabras sin sentido mientras la hostia se pega en el paladar.
Aliento a hostia nos quedaba como materia de silencio
y nada más.
Hasta que abrían la heladería de enfrente de la iglesia
que era como el cielo prometido.
Del otro lado de los vitrales, en las vías,
cada tanto asomaba un croto, nos hacía señales de luces
con un espejo,
y era el hombre del nuevo testamento, dispuesto a una siesta
de barro.
Una voluntad de huida tenía mi rabia. Y masticaba
con mis dientes hinojos robados de los jardines.
Más allá, del otro lado del tejido, los toros atropellados
por las moscas,
inmóviles como el mundo.
Y yo siempre estaba casi a punto de romperme la nariz
contra una pared
para demostrar que no existen las paredes.
(Fuente: Vallejo & company)
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