miércoles, 1 de julio de 2020

Francisco Layna (Madrid, 1958)



Carla Harryman sabe escribir cartas
[orgullosos de no necesitar habitación]
Detrás del edificio hay un continente
y detrás del continente un niño
confunde
por la agonía del pez, que salta y
salpica,
tiene mucha fuerza y muere detrás.
            Esto sucede en un género que
pregunta
            y otro que reflexiona sobre
la lengua.
            Carla escribe: “Querido Sawako…
estoy interesada en cómo
la interpelación afecta
a tu escritura”.
            En Orange, California, seguro
que
            un día sin números en la izquierda.
            Nació el once de enero y dijo que una mujer
conoce
            bien las diferencias entre el
            etcétera y la forma de eludir
            compromisos, a pesar de su
altura
            excesiva, 2 metros y 2
centímetros
            que mantenidos en vilo
significan riqueza.
Los americanos, ya se sabe, tienen
hijos
 y afirman conocer la intención
del recién llegado que ama el
azúcar,
y las mujeres que se descalzan
para beber mejor.
            Eso dicen los americanos.
¿Oyes tú como los
guitarristas
celebran y dos calles más
arriba
el niño y el pez del principio quedan ya para
siempre en la historia de la
grafología?
Que así sea es necesario
para la pluralidad
de los mundos
históricos.
            Los poetas americanos se
cansan
            y deciden levantar ahí mismo
el campamento,
            encender la hoguera, piden
a los perros
            que ladren y muerdan a los que no sepan
            calentar el hierro…
Carla Harryman
es
            poeta que
            ni firma
            ni estrena sombrero
            cuando alguien
            muere.
           
Leen los poetas la carta que Susan Howe escribió a un periódico deportivo
[“de verdad: lo he intentado”, escribió Richard Brautigan
antes de la Magnum 44]
Nueva Inglaterra es el lugar de donde provengo.
No sé si es la forma más adecuada de iniciar un saludo a amigos y hermanos.
Hay un aviso que me cruza la nuca y usa mis ojos para reflejarse: llevo días percibiendo el sonido de algo no engendrado, que se asoma sobre la seguridad y la santificación.
Por eso os escribo.
La gracia es dada a unos pocos y sé que la escritura ya no me acompaña.
¿Alguien más se reconoce en esa categoría?
Los que se ganan la vida observando comen a escondidas porque tienen miedo.
Temen que sonido y significado sean equívocos.
A mí me entristece el error que cometo cuando lo intento.
A partir de ahí cualquiera de nosotras reconocerá
que a veces el silencio se convierte en un ser.

Jon Davis quisiera casarse dentro de un cuadro de Chagall
[¿cuáles son las diferencias entre consuelo y satisfacción?
o al fin y al cabo, la falta de aire también puede llevar adjetivos]
Las jirafas tienen siete
huesos en el cuello.
El siguiente dato comprobado
es que los murciélagos
comen una tonelada
de mosquitos al año.
He tenido llamadas
terroríficas, por la noche.
La luz tiene
entonces
un amarillo
que solo
entonces
tiene.
Detrás, el cuento,
sus actores,
la historia
en cada uno de
sus milímetros.
Tengo en las manos
la lupa de mi padre
y observo la línea
terrible en mi piel.
El teléfono al que me refiero
es antiguo comparado
con lo que pretendo.
¿Nos hemos quedado
en las intenciones,
el cielo estrellado
y la ley moral?
Supongo que
            es
            indicio de vejez.
La anécdota es parte
de la constelación,
aquí mismo,
en este exacto sitio.
Esto
            nunca
            se podrá negar.
Siete vértebras
cervicales,
el mismo número
en humanos.
Mil doscientos
mosquitos
por hora.
Mi buena amiga
Dana habla
de la Poética
de la Evasión.
Yo preferiría
-depende de quien
ponga la música-
hablarles de la
Poética de la Cautela,
al menos verbal.
Todo conduce a la increíble facilidad
con que el poema se deja decir.
Me gusta cuando ocurre
a pesar
de la intención, quizá porque
las vértebras de las jirafas
son bastante más grandes
que las de los humanos.
En 1952 mi cuerpo
era la segunda y la
tercera letras
de una hipótesis.
            Desde entonces
            buscan un hueco,
            un sonido al que
            incorporarse.
Cobalto es el nombre
de un poema de
David Berman.
Él esperaba que alguien
entrase, sonriera y su
cuarto se tiñera de rojo.
También es el nombre
del caballo que nosotros
jamás venderíamos.
Cuando en 1987 yo escribía
Las peligrosas diversiones
aún William Matthews
y Philip Levine estaban
con nosotros y decidían
el aumento del cobre
y la dirección en verano.
            Nadie entró en
la habitación y
            yo ahora veo
los murciélagos
            de Goya y creo
que la oscuridad
            es una especie
de agua.
El resultado es que
no quiero estar
solo en mi mirada,
ser único en
mi acto de ver.
     Escribir en el aire
(Fuente: 40entenablogspot)

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