Cucarachas en la cochera
Al
madrugar un día,
en
la hora fronteriza,
cuando
enciendo la lámpara,
descubro
la invasión.
Están
por todos lados y me escrutan,
relucientes
y negras,
hermosas
a su modo subterráneo.
Entonces,
¿qué me pasa? Desenfundo
y
empiezo a ametrallarlas
con
el insecticida,
una
por una, a bocajarro, sordo
a
mi instinto de paz, mi presunción
de
hombre dialogante,
el
miedo a envenenarme envenenando.
Acabo
y, solo entonces, poco a poco,
voy
volviendo a ser yo.
Ante
mí, sobre el campo de batalla,
reina
el silencio, apesta
con
su perfume aséptico la muerte.
Me
noto el dedo índice mojado
y
sé que aunque me lave y enjabone
no
borraré el estigma.
Los
campos de exterminio, las matanzas
de
indios, japoneses e iraquíes,
desde
la Iliada al videojuego último,
empezaron
así,
con
este mismo impulso de un humano
que
siente repugnancia,
un
miedo indigno,
y
se aferra frenético al gatillo
creyendo
que es la mano de mamá.
(Fuente: Poesía de El Toro de Barro)
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