viernes, 24 de julio de 2020

Pat Boran (Irlanda, 1963)




FE

 
 
Arrojado del bote, mi padre,
como muchos de sus hermanos, aprendió a nadar
por necesidad. Había visto, sin duda,
una bolsa de gatos hundirse en ese mismo
 
río Dinin, y bien pudo haber imaginado
la negrura al final de aquel rosario de cuentas,
esas semillas de aire que subían
para brotar y florecer en la piel del agua.
 
Y quizás eso ayudó. Aunque más posiblemente,
el miedo recorrió sus venas más veloz
que cualquier pensamiento consciente, y estaba
pataleando, buscando agarrarse, tragando aire
 
casi antes de notar que lo habían empujado,
su padre extendiendo desde aquel pequeño bote
un brazo o un remo astillado con que
pescarlo, jadeante aún, y meterlo en un arca.
 
 
 
 
 

 

CARBÓN

 
 
La familia de mi padre murió por él, de a un aliento por vez,
ese siniestro primo del diamante, esa más negra de las ovejas,
cortado del profundo espacio de la tierra, la cara acantilada de la noche,
la oscura materia todo el tiempo bajo sus pies.
 
De panza, como criaturas, hijos siguiendo a padres
por cámaras semi-inundadas de sudor y filtraciones,
por pánicos a alimañas, bolsones de aire respirable,
más hondo que una sepultura, hasta el vecindario mismo de la muerte
 
y aún más allá se arrastraban; y no iban solos
sino con las plegarias de aquellos que dejaban arriba
respirando rápido al verlos partir al alba,
los hombres cuyas sombras el crepúsculo traería de vuelta a casa.
 
Hace mucho que las minas están cerradas, los canales inundados.
El carbón viene ahora de algún inframundo a un mundo de distancia.
El motor del imperio, frío y extraño como siempre
sigue siendo un misterio hoy
 
como cuando lo tuve en mi mano por primera vez,
un niño pequeño palpando la historia de su tribu,
su sangre; duro como un asteroide, la historia y el recuerdo
comprimidos en una sola cosa, la oscuridad traída a la luz.
 
 
 
 
 
    Trad. Gerardo Gambolini
 
 
 
 
 
 

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