miércoles, 22 de julio de 2020

Denise Levertov (UK, 1923 - EEUU, 1997)




MUERTE EN MÉXICO

 

Dos semanas antes de su declive,
tres semanas antes de su muerte, el jardín
ya empezó a desaparecer. La cerca desvencijada se rindió
a las amenazas y los chicos arrojaban
juguetes de plástico rotos -amarillos feroces,
rojos sin resonancia, en el camino y en el limonero;
o se metían corriendo por los huecos, pisoteando las plantitas.
Durante dos semanas nadie las regó, excepto yo, dos veces
pero después me fui. Ella todavía estaba consciente
y me dio las gracias. Les pedí a los demás que regaran
pero empezaron las lluvias; cuando volví eran aguaceros
violentos, repentinos que azotaban todas las tardes.
Brotó la maleza,
el manto seco fue barrido pronto
por los desagües. Oh, todavía quedaba verde
pero el jardín se esfumaba- cada día
menos señales del oasis
planeado con esmero, un cantero circular que su mente
concibió para las begonias, las rosas y los lirios,
y el romero-para-la-memoria.
Veinte años para construirlo-
menos de un mes para deshacerse,
y los que lo habían visto crecer,
los que vivieron esas décadas a su vera
no hicieron nada por conservarlo. Oh, Alberto sí,
un día arregló un poquito la cerca
cuando le dije que un jardín sería valioso
para un futuro inquilino. Pero nadie creyó
que la jardinera iba a vivir (yo menos que nadie),
así que su dolor ante la ruina
permanecía abstracto, un concepto incomprensible
que no movía a ningún acto. Cuando se la llevaron
en una camilla
camino del sanatorio*, el deterioro visual
se volvió una bendición,
no pudo haber visto más que un manchón verdoso.
Pero a mí la maleza, los rosales sin rosas, los
tallos rotos de la caña india y de los amarilis, toda
esa jungla verde y opaca, me mostraban
-antes de que terminara su agonía-
una mirada obstinada, ciega, que lo veía todo:
la había visto ya en los museos,
en las máscaras de piedra de dioses y de víctimas.
Una mirada que no admite ternura alguna, si sonríe,
lo hace con amargura sublime -no,
ni siquiera es amarga: no admite
arrepentimiento, en su cosmos no hay lugar para la nostalgia,
la amargura es irrelevante.
Si sostiene una flor, y lo hace,
una flor sedosa, brillante y delicada que florece
un solo día, la sostiene
apretada entre los dientes filosos.
Sobre su rostro pueden arrastrarse enredaderas y escorpiones pero aunque los siglos limen
los párpados y las anchas fosas nasales, la mirada de piedra
sigue inmóvil, fija, absoluta,
una sonrisa negadora frente a la eternidad.
Los jardines desaparecen. Ella, aquí, era extranjera,
igual que yo. Su muerte
no era asunto de México. El jardín
era un rehén. Los viejos dioses
tomaron lo que era de ellos.





(Fuente: La parada poética)

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