martes, 7 de julio de 2020

Marcelo Rizzi (Rosario, 1961)



mayo/junio, 1996] 
 
En tiempos de sublevaciones o de vigilias 
es dable suponer que allí escribe sus obituarios
el diablo de las cosas remotas. Sucia está la rosca 
del tornillo, la sal endurecida en el salero, sulfitos 
brillantes en el fondo de los vasos. Me detengo a 
observar el ovillo: donde está su origen debería
también estar su final. En otros hemisferios el paso 
de las grullas anuncia el momento de justa maduración 
de las bellotas. Concebimos a menudo esa casa de la 
infancia, iluminada ahora por dentro, como la más 
perfecta de las apariencias con forma de absoluta 
sustancia.
[diciembre, 1996]
A veces nos sorprendemos a altas horas
defendiendo la dignidad del símbolo, su
disipada desnudez. Nuestro escudo es
tan frágil por momentos que parece estar
hecho de astillas de viento, nuestras armas
tener la firmeza de unos diques de hojas 
muertas. Refutan que jamás uno se embebe 
de esa luz de los primeros tiempos si duerme 
bajo la sombra de un olivo o la del solitario 
ciprés. Pareciera incluso poco natural, como 
colgar de sogas la ropa, o el repeler el proyectil 
con venablos, explicar un cuerpo dormido por 
un gesto que delata su dominio de lo oculto, 
o que la flauta y esa que danza sean una misma
cosa, como esa golondrina que pasa, su estampa,
su breve sueño de marfil.
[junio, 2004]

Hablábamos entre nosotros como si leyéramos
un libro en silencio, tal como recomendaba
hacerlo san Anselmo con los textos sagrados.
El mundo se había reducido a una habitación
donde todo olía a hierba medicinal. Desde lo alto
de la colina podíamos conjeturar que el último
de los límites no es el último, que siempre hay
uno más allá de la mente que lo imagina. Fuimos
como la astucia del escorpión de verano, que se
reproduce por millones justo al morir la primavera,
y también esos que regaban la cabaña del cazador
cada noche con una mezcla de líquidos inflamables
y licores, y que luego como si nada se echaban a
dormir.
[Poggio Boldrini, San Giovanni d'Asso, Siena]
[noviembre, 1964]
Aturden las verdades del tipo: morir es ya
un válido intento, la ausencia de mundo
es la más íntima voz; o: seguro se paga
una suma no exigida por un rescate incierto.
En cambio son deseables las que afirman
que algo sigue vivo en el rescoldo de las
brasas, aceptables las que niegan que la niebla
se haya tornado hoy más impura e invisible,
que siempre se desatienda del propio cuerpo
lo más próximo a desaparecer, esa raíz filiforme
que nos amarra a los días, omite en su crecer
la forma del desastre y nos arrastra de los pies.
[abril, 1952]
De pronto dos fuerzas opuestas nos hacen 
converger en un mismo lugar: bajo la sombra 
exhausta de una morera blanca, en el galpón 
donde se enfría una fragua, en los talleres 
de una rebelión. Ese guijarro parece solo obedecer 
la voluntad de la ola, y es la ilusión de esas nubes 
lo que hace verlas como una flota de naves invasoras. 
Nacer cautivo siempre en morada injusta, esa parece 
ser la ley: mares quejumbrosos en una sola gota de
rancio vino, el turista que carga sobre sus hombros 
los diablos nocturnos. Todas las guerras del mundo 
podrían estallar ahora mismo en esta ciudad.
[octubre, 1964]
Honrarás tu ausencia, tu forma de fugar.
Sentirás que algo te recorre el cuerpo;
mirarás y no habrá nada: objetos invisibles
adheridos a la piel. Piensa bien quien en su 
propia carne reconoce que la anomalía crecerá, 
que el grano fermentará, que será como una 
apoplejía que sucede cada año al inicio del verano, 
con las manos al volante, con la piel tostada 
por el sol, y la arena entre los dedos como 
una pausa entre dos nadas.
[Hengistbury Head, Christchurch, Dorset]
(Fuente: El poeta ocasional)

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