jueves, 5 de septiembre de 2019

Sharon Olds (USA)


Primera hora 

Esa hora, fui más yo misma que nunca. Me había sacado 
a mi madre lentamente de encima, estaba acostada ahí 
respirando por primera vez, como si 
el aire del cuarto me estuviera soplando 
como a una burbuja. Todo lo que tenía que hacer 
era salir por la línea de mi mirada y volver, 
salir y volver, en la seda de la gravedad, la 
presión del aire una caricia, oliendo en mí 
la sangre cremosa de ella. El aire 
me tocaba suavemente la piel y la lengua, 
entraba en mí y sacaba los pequeños 
suspiros que yo no sabía que eran míos. 
No tenía miedo. Estaba acostada en la quietud 
y miraba, y me dedicaba al pensamiento sin palabras, 
mi mente recibía su oxígeno 
directamente, la rica mezcla por boca. 
No odiaba a nadie. Miraba y miraba, 
y todo era interesante, yo era 
libre, todavía no enamorada, no 
pertenecía a nadie, no había bebido 
leche, todavía – nadie tenía 
mi corazón. No era muy humana. No 
sabía que existía alguien más. Estaba acostada 
como un dios, por una hora, después vinieron a buscarme, 
y me llevaron con mi madre. 




Un tiempo de pasión 

Después entramos en un tiempo de pasión tan 
extrema que era casi calma, el cuerpo 
duplicaba lo que quería soportar. La angustia 
y el placer jugaban una con otro. Nos salíamos de lo que yo había 
pensado era el camino, y volvíamos fácilmente. 
Y todo se hacía bajo una luz tranquila, como si nuestros 
sueños infantiles se hubieran despertado, el antiguo 
equilibrio de poderes desnudo en el cuarto, 
el chasquido ocasional de una palmada cargada de lujuria dulce 
y extrema. Cuando me oía a mí misma pidiendo cosas, 
mi susurro grave era como el siseo 
de alguna otra criatura. El sexo había sido 
como música, alto y brillante como la luna, 
azúcar como la leche que había saltado en un pequeño 
arco desde el pecho. Había parecido que estábamos desatados 
como el fuego puede desatarse de la tierra, 
o el aire del agua, que éramos flores que las estaciones 
abrían y cerraban, habíamos sido interpretados. Ahora 
éramos dos personas, jugando la una con la otra, 
como si no hubiera habido nada sagrado. Ahora, 
entraban la voluntad, el abandono del cielo, 
y extremos de emoción que yo no había sabido que existieran 
fuera de las habitaciones donde las personas se lastiman unas a otras. 
Nos amábamos. Nuestro nido había estado vacío 
por unos años ya. Encerrados juntos, o un 
dedo de uno tocando un 
pezón del otro, volábamos de cabeza hacia 
la tierra y salíamos de ella, como ensayando. 
Nunca se me cruzó la idea de que él ya no me 
amara, de que hubiéramos dejado el reino del amor. 



(Fuente: Eterna Cadencia)

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