Primera hora
Esa hora, fui más yo misma que nunca. Me había sacado
a mi madre lentamente de encima, estaba acostada ahí
respirando por primera vez, como si
el aire del cuarto me estuviera soplando
como a una burbuja. Todo lo que tenía que hacer
era salir por la línea de mi mirada y volver,
salir y volver, en la seda de la gravedad, la
presión del aire una caricia, oliendo en mí
la sangre cremosa de ella. El aire
me tocaba suavemente la piel y la lengua,
entraba en mí y sacaba los pequeños
suspiros que yo no sabía que eran míos.
No tenía miedo. Estaba acostada en la quietud
y miraba, y me dedicaba al pensamiento sin palabras,
mi mente recibía su oxígeno
directamente, la rica mezcla por boca.
No odiaba a nadie. Miraba y miraba,
y todo era interesante, yo era
libre, todavía no enamorada, no
pertenecía a nadie, no había bebido
leche, todavía – nadie tenía
mi corazón. No era muy humana. No
sabía que existía alguien más. Estaba acostada
como un dios, por una hora, después vinieron a buscarme,
y me llevaron con mi madre.
Un tiempo de pasión
Después entramos en un tiempo de pasión tan
extrema que era casi calma, el cuerpo
duplicaba lo que quería soportar. La angustia
y el placer jugaban una con otro. Nos salíamos de lo que yo había
pensado era el camino, y volvíamos fácilmente.
Y todo se hacía bajo una luz tranquila, como si nuestros
sueños infantiles se hubieran despertado, el antiguo
equilibrio de poderes desnudo en el cuarto,
el chasquido ocasional de una palmada cargada de lujuria dulce
y extrema. Cuando me oía a mí misma pidiendo cosas,
mi susurro grave era como el siseo
de alguna otra criatura. El sexo había sido
como música, alto y brillante como la luna,
azúcar como la leche que había saltado en un pequeño
arco desde el pecho. Había parecido que estábamos desatados
como el fuego puede desatarse de la tierra,
o el aire del agua, que éramos flores que las estaciones
abrían y cerraban, habíamos sido interpretados. Ahora
éramos dos personas, jugando la una con la otra,
como si no hubiera habido nada sagrado. Ahora,
entraban la voluntad, el abandono del cielo,
y extremos de emoción que yo no había sabido que existieran
fuera de las habitaciones donde las personas se lastiman unas a otras.
Nos amábamos. Nuestro nido había estado vacío
por unos años ya. Encerrados juntos, o un
dedo de uno tocando un
pezón del otro, volábamos de cabeza hacia
la tierra y salíamos de ella, como ensayando.
Nunca se me cruzó la idea de que él ya no me
amara, de que hubiéramos dejado el reino del amor.
(Fuente: Eterna Cadencia)
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