martes, 7 de enero de 2025

Enrique Verástegui (Lima, Perú, 1950 - 2018)

 

TAKI ONQOY (fragmento)

 

1
Todo parece la nostalgia donde la noche delira. Permanezco pensativo y
distante a los caballos que vuelan,
el mundo soñado
se pierde tras el yelmo extraño, pertenecí
a una cultura nunca abatida, el tiempo de la soledad
se yergue en la noche donde si el mundo no renace,
aquel tiempo en que fundándose el imperio
para la comprensión de la vida, la organización de los días haciéndose flores, las
flores mariposas como ojos del cielo en
la noche
donde, frente a los cerros, alzamos los brazos
al conversar con la eternidad encarnada en el templo,
para que esta vida nos sea saludable, habitable la tierra por la que transitamos
como por la rueda del cielo
que nos depositó
en el destino, ése ante el que ya no sollozamos,
ni bajamos la cabeza, ni nos dejamos maniatar,
y ante el que ahora, cuando el destino son las ofrendas
donde la huaca florece,
hemos hecho la promesa de las flores de nuestra vida que en el
camino brota
para negar el yelmo, el arcabuz, la horca,
mientras todo renace, el Dios soñado,
este saber antiguo como la primavera
sin el que nuestra vida no tendría el cielo donde llamea el
Tahuantisuyu.
 
2
Si la nobleza es el mundo de la felicidad,
allí donde se yerguen las flores, las luces sin el arco nocturno,
este sentirse la imagen
del cielo cuando nuestros párpados contemplan
las aguas que pasan sin que se quedara nuestro cuerpo mientras la imagen
que persiste en la memoria
brota en cada flor, eucalipto, quipu
para la organización de la vida, el arte,
preciso siempre, perfecto, alambicado allí donde esta forma contiene
no al alfarero,
su maestría, la tela bordada para que los ángeles,
una recta como un eucalipto, los triángulos donde el horizonte del
mar
son flores para que las muchachas dancen
en cada primavera, al llegar el amancebamiento,
la habitación, el cuadrado verde trazado entre canales, las terrazas
escalonadas
sin las que las llamaradas verdes no vuelan
hasta la cumbre donde estas palabras se depositan,
un haylli, un taki, un haraui en tiempo rosa,
el ondular azul, el tiempo cambia pero no el corazón,
ni la mente deshaciendo aquello que desagrada
a la vida, trae irremisión pero no la perfección
conseguida allí donde un fa continúa a geranios
que, tras la noche, vuelan un amanecer donde la belleza, la tristeza
se hunde,
la nada se hunde, el miedo se hunde, la niebla se hunde,
pero no nosotros ni la sangre hecha una llamarada deslizándose detrás del
destino, un sufrimiento,
extrañísimo, como aquello que no buscamos,
ni deseamos, tras el que hemos situado nuestra mente,
situándonos también nosotros, el corazón, párpados,
manos, Santa María, Santa María Magdalena,
sacerdotisas, habiendo bebido ayahuasca, quienes buscan la
resurrección
después que el mar de la tierra eleve sus olas,
danza, estalla, sepultando el tiempo marchito, los arcones,
dagas, arcabuces, como ahora, esta noche eterna en el corazón,
un mundo sin que la destreza no sería mundo,
ni la eternidad convocar nuestras vidas haciendo donde la
tierra se encuentra con el cielo,
para contemplar las luces de la noche, trazar el vuelo
de un gorrión, bordar piernas cuyos ojos miran a través de
los nuestros cuando
rugen en los cerros, cuando estos cerros somos nosotros,
un templo, la piedra sagrada ante la que un sacerdote
pronuncia su plegaria soñada, alejados de lo irreal,
preocupándonos sólo de florecer en la noche,
cuando la primavera sucede al hastío,
y el hastío es haber sufrido apartados de nosotros mismos,
nada se corrompe, el mundo se aleja del hastío
allí donde la vida se acerca a la belleza,
esta sangre, estos cuerpos, esta dignidad conquistada
para las flores
son el trasmundo donde danzan nuestros antepasados,
nada muere, y cada generación se prolonga en la obra de lo
que ahora hacemos
para la gloria de nuestra sangre, sabiéndonos nobles, bellos, honestos,
porque el tiempo de la felicidad
renace en nuestro mundo.
Todo aquello que vive me conduce al Tahuantisuyu.
Subí hasta lo alto de un templo de Pachacámac para encontrar
la civilización:
barbarie, contumacia, desorden destruyen la primavera.
 
3
¿Qué hago aquí? Rosas: eso es lo soñado en setiembre,
el Dios al que imploro, busca la perpetuidad de su sangre encontrada entre las
flores que brotan, después que el cielo se
desgarrara,
en Pachacámac donde si Pachacútec despertase el mundo
se apartaría de su desamparo, como ahora nosotros solitarios
que contemplamos las constelaciones bordadas en la noche
alejamos la soledad, la tristeza, el suplicio, deslizándonos
hacia la primavera donde nada se aleja de su lucidez,
ni se desesperan las azucenas, ni el tiempo es el enigma
en el que sollozan las rosas, ahora cuando, la mirada perdida
en el horizonte,
pensativos, contemplamos un infierno de garfios,
un horizonte sin rosas, tras cuyo espectro pueda aparecerse
nuestra belleza,
nuestra locura presentida tras un valle de azucenas,
las montañas, altas, majestuosas, entre cuyas piedras brotan
estas flores desgarrándose
en la herida de un guerrero, la selva espesa
entre cuyas catedrales de extravío nada, ni la noche,
la nostalgia, o lo extraño se deteriora, un mar verde como un
manto Paracas,
una tempestad de flores donde el hastío se destruye,
se destruye la nada, el olvido, la envidia,
el tiempo cambia pero no nuestra sangre, que brota en la noche,
triste, acongojada, silenciosa,
para desear que, tras de aquello
que desde lo alto del templo contemplo,
se aparezca la vida, o su concepción,
esta tempestad de perfección,
una fábrica de lucidez, la matemática sentimental,
cuando los calendarios destruyeron el desorden,
el quipu, perfecto y manusible, registra la riqueza imperial,
el arybalo lleno de chicha, hojas de coca donde se concentra el
enigma, el mundo
deseado apartado a lo tenebroso, salta,
como un puma montés, entre caravanas de náusea,
ingresa setiembre, apoderándose de las rosas,
un mundo de insurrección, el incario que vuelve
como la primavera, el verano a posesionarse de la realidad
que permaneció, atenta y distante, en la mente,
el corazón desgarrado de retamas, sangrante,
eterno, florece en mis manos, rueda entre los peñascales, mezclándose el mar
cuyas olas recibe una mujer que abluciona su
cuerpo,
sin pecado original, sin vergüenza que ocultar,
sin ausencia de poder, la estirpe, perfecta y admirable,
florece en el templo del cielo primaveral,
desde antes de la noche, desde muchísimo antes del suplicio, después de la
noche, cuando la música se apodera del cuerpo para ser llama en el paisaje cuyos
eucaliptos, al florecer
en la noche, son este arte de contemplar la vida,
la historia que vuelve como una rueda celeste,
este meditar, solitario, zamaqueado, envuelto en llamas,
ahora, cuando sumido en mi laboratorio de introspección,
contemplando
el horizonte interior, dialogo con Dios, el tiempo,
el cielo, para implorar equidad a estas tierras,
implorar el tiempo de la justicia a estos hombres,
implorar el tiempo de la felicidad a este mundo,
hasta que, hecho una rosa, y habiendo rendido culto a Pachacámac,
yo también me reintegre a la mitología de
setiembre.


(Fuente: Lab De Poesía)

 

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