No cumpleaños:
No es mi cumpleaños y, sin embargo, algo se cumple en mí.
¿Será la última vez que la lluvia o el hollín hincan su diente de seda en
el tilo francés, el árbol que ya ningún pájaro favorece y que va con los
brazos cargados de algodón entre los siglos, las cosechas, las sudorosas actualidades del hombre?
vestida como una piel que se ama anda la araña de mis huesos confundiendo
la vida eterna con esta vida de todos los días.
Todo es reencuentro, todo es quiosco, biografía de nube, olor de algo que
se cuece en la casa vecinal, luna amarilla y nubes de agosto que se juntan, se emploman, se cierran sobre mí como el candado de una puerta que ya no existe.
Ejerzo este cuerpo, esta carne asentada en su bienestar. Sabemos que la carne
está perdida, desperdiciada ñoñamente entre los sueños y las fornicaciones, las falanges enroscadas junto a la oreja para aprimorar la audición, o bien haciendo visera para que las borlas de los ojos sientan el mundo opacarse sobre el
planchado triste de la tarde. Y convengamos en que el mundo es hermoso pese
al día desprendido, pese a que las horas se nos van cayendo como caen los
dientes de leche al lavabo (mudar los dientes es la segunda amputación de la infancia, la primera es el ombligo que se nos suelta con todo y madre).
Digo que todavía es invierno. Es en invierno cuando me vivo mejor, acompañado
y solo por la respiración del cristo en la pared. Y un árbol de navidad tardío que
es como un pobre abuelo. Junto al árbol alguien ha puesto un pequeño San Lázaro, un catauro con semillas, un vaso de ron y un puro, que vistos desde el sofá cama vienen a ser los nietos del árbol de navidad, los piojos que cayeron de sus ramas plásticas.
Mi piyama es rojo, de una dignidad a cuadros. Es la ropa de dormir de Papá Noel. En él, por lo menos, estoy a salvo del espejo del armario, y del olor a momia y a bodega que nos va agarrando el cuerpo conforme se aproxima la hora de estirar
la pata y convertirnos, mi amor, en felicísimo vivero de gusanos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario