miércoles, 22 de diciembre de 2021

José Watanabe (Perú, 1946 – 2007)

 

NUESTRA LEONA
 

Sé que el sol va y viene, inquieto, husmeándome
entre los cañaverales.
Sé que se demora en el cenit mirando ansiosamente el valle.
El sol era nuestra leona.
Una imagen, aun de humilde imaginación verbal como ésta,
va a la mente
y le pide que condescienda
con el poeta. Es el trato.
Esta vez no, esta vez sólo pido vuestra mirada inmediata y literal:
¿Quién, tan esbelto, salta de la venta a mi tarima
y me levanta de la nuca con sus suaves fauces
y me lleva al río
sino es el sol?
El sol era nuestra leona.
Un viento cálido me envuelve siendo aquí, en Baja Sajonia, invierno:
es la imagen creando su espacio en mi cuerpo enfermo,
es el sol que me husmea como a hijo falto,
allá en el norte del país,
donde me enseñó a caminar empujándome con el hocico. 
 
 

LA MANTIS RELIGIOSA 
 

Mi mirada cansada retrocedió desde el bosque azulado por el sol
hasta la mantis religiosa que permanecía inmóvil a 50 cm. de mis ojos.
Yo estaba tendido sobre las piedras calientes de la orilla del Chanchamayo
y ella seguía allí, inclinada, las manos contritas,
confiando excesivamente en su imitación de ramita o palito seco.
Quise atraparla, demostrarle que un ojo siempre nos descubre,
pero se desintegró entre mis dedos como una fina y quebradiza cáscara.
Una enciclopedia casual me explica ahora que yo había destruido
a un macho
vacío.
La enciclopedia refiere sin asombro que la historia fue así:
el macho, en su pequeña piedra, cantando y meneándose, llamando hembra
y la hembra ya estaba aparecida a su lado,
acaso demasiado presta
y dispuesta.
Duradero es el coito de las mantis.
En el beso
ella desliza una larga lengua tubular hasta el estómago de él
y por la lengua le gotea una saliva cáustica, un ácido,
que va licuándole los órganos
y el tejido del más distante vericueto interno, mientras le hace gozo,
y mientras le hace gozo la lengua lo absorbe, repasando
la extrema gota de sustancia del pie o del seso, y el macho
se continúa así de la suprema esquizofrenia de la cópula
a la muerte.
Y ya viéndolo cáscara, ella vuela, su lengua otra vez lengüita.
Las enciclopedias no conjeturan. Ésta tampoco supone qué última palabra
queda fijada para siempre en la boca abierta y muerta
del macho.
Nosotros no debemos negar la posibilidad de una palabra
de agradecimiento.
 
 
 

TROCHA ENTRE LOS CAÑAVERALES
 

Caminas la trocha de los cañaverales,
reverbera unánime el color verde.
El mundo es solar y verde.
La vaca que pasa trotando con su cencerro
y el muchacho que la sigue con su pértiga
pierden su color y se pliegan al verde.
Pero hay una piedra gris que se resiste, que rechaza
el verde universal.
En esa piedra los braceros afilan sus machetes
a las cinco de la tarde, exhaustos, hambrientos
y con el rostro tiznado por la ceniza de la caña.
Dale entonces la razón al juicioso chotacabras
que emerge volando de los cañaverales
y te amonesta:
“Aquí no, tu dulce égloga aquí no”.
 
 
 

LA CURA
 

El cascarón liso del huevo
sostenido en el cuenco de la mano materna
resbalada por el cuerpo del hijo, allá en el norte.
Eso vi:
Una mujer más elemental que tú
espantando a la muerte con ritos caseros, cantando
con un huevo en la mano, sacerdotisa
más modesta no he visto.
Yo la miraba desgranar sobre su regazo
los maíces de la comida
mientras el perro callejero se disolvía en el relente del sol
lamiendo
el dolor arrojado a la tierra
junto con el huevo del milagro.
Así era. La vida pasaba sin aspavientos
entre gente parca, padre y madre
que preguntaban por mi alivio. El único valor
era vivir.
Las nubes pasaban por la claraboya
y las gallinas alineaban en su vientre sus santas ovas
y mi madre esperaba
nuevamente el más fresco huevo
con un convencimiento:
la vida es física.
Y con ese convencimiento frotaba el huevo contra mi cuerpo
y así podía vencer.
En ese mundo quieto y seguro fui curado para siempre.
En mí se harán todos los milagros. Eso vi,
qué no habré visto.
 
 
 

EN EL OJO DE AGUA
 

Era
un ojo de agua, una lagunilla
de donde bebíamos
gentes y caballos. La luz
no entraba en el agua, la oscuridad que venía del fondo
era más poderosa. Los niños
nos acuclillábamos en su borde redondo
y esperábamos
los pobres envíos de lo insondable.
En sus orillas había una respiración, la cadencia
de un animal muy remoto, un dios mudo
que desde su profundo lecho
mantenía la vida de todos nosotros.
Del fondo afloraban restos de algas, insectos abisales
que nadie podía cazar, pajitas, líquenes
pero todo era indescifrable.
En realidad no esperábamos nada, sólo el placer
de estar en el borde, no sabiendo nada claro, imprecisos
y un poquito idiotas.
A los cincuenta años
ya sabes que ningún dios te va a hablar claramente.
En el viejo ojo de agua
esta vez tampoco hay imágenes definitivas.
Aquí abandona tu arrogante lucidez
y bebe.
 
********
 
 

ELOGIO DEL REFRENAMIENTO[1]
 

Los hijos de los inmigrantes japoneses escuchamos en nuestra infancia que algún día toda la familia iría a Japón. Era un sueño poco convincente, aun para nuestros padres. El sueño se fue diluyendo y la cultura del entorno nos fue dando a nosotros, sus hijos, una identidad que terminaría siendo irrenunciable. Hoy somos un nuevo grupo de mestizos que forma parte insoslayable del complejo tejido social del Perú.
Mi padre llegó en 1916. Era un hombre alto y magro. Nunca pude imaginarlo trabajando como agricultor en los latifundios azucareros de la costa peruana, adonde empezaron a llegar los inmigrantes desde 1899. Siempre estaba sosegado. Parecía que todos sus actos tenían un impecable anclaje interior. Esa contención natural fue el aspecto que más le aprecié, el que más me impresionaba. Mis hermanos y yo terminamos por controlar nuestras expansiones ante él. Nunca nos lo pidió, pero de alguna manera supimos que siempre esperaba de nosotros un comportamiento más discreto, más recogido de maneras. No es que hayamos reprimido nuestros modos expresivos, sino que aprendimos a no hacer inútiles aspavientos. Su actitud serena parecía decirnos que hay un orden natural que no requiere comentarios agregados e innecesarios a nuestros actos. Pecho adentro pueden estar las tragedias, las intensidades, los abismos, pero éstos no deben expresarse con largos ademanes.
Hay ocasiones en que le atribuyo a mi padre algunas de mis reacciones, pero creo que su actitud modifica especialmente mi conducta en circunstancias críticas. Ante la adversidad extrema, me viene a veces una pulsión recóndita que me señala una responsabilidad: sé como tu padre.
En 1986, en un hospital de Alemania, después de escuchar un diagnóstico terrible, sentí la infinita tentación de descomponerme, de gritar mi angustia e impotencia. Vino entonces a mí un íntimo reproche y me sentí “la única impureza en ese cuarto aséptico”. Años después, sobreviviente ya, convertí esa frase en un verso y la continué con otras líneas:
Mas no patetices. Eres hijo de. No dramatices.
El japonés
se acabó “picado por el cáncer más bravo que las águilas”,
sin dinero para morfina, pero con qué elegancia, escuchando
con qué elegancia
las notas
mesuradas primero y luego como mil precipitándose
del kotó
de La Hora Radial de la Colonia Japonesa.
Esta conducta de imperturbable serenidad ante una situación límite compuso desde muy antiguo el modo de ser de nuestros padres. Ellos crecieron escuchando historias de samurais que luego nos repitieron. Las enseñanzas implícitas en los argumentos abundaban en la dignidad ante las situaciones límites y, particularmente, ante la muerte. Abrevio aquí una de esas historias que mi padre contaba: dos samurais antiguos habían acordado combatir juntos para defenderse mutuamente las espaldas. En una batalla, uno de ellos fue flechado en un ojo por los arqueros del bando contrario. El herido se dejó caer cerca de un árbol mientras su compañero dejaba la espada para auxiliarlo. Se dispuso a poner su zapatilla en el lado sano del rostro de su amigo para fijarlo y tirar de la flecha. El herido lo detuvo con un gesto y le susurró: “Nadie, ni tú, mi honorable amigo, puede poner su zapatilla en mi cara”. Enseguida le indicó que lo ayudara a recostarse en el árbol para esperar, con majestad, la muerte.
Buscar una muerte digna y no dejar el cadáver en una posición vergonzosa es parte del espíritu del Bushido, aquel conjunto de normas éticas con que los samurais gobernaron durante siete siglos el Japón. Con el tiempo, las normas también pasaron a determinar la conducta de la sociedad civil. El Bushido nunca fue escrito pero estaba en el espíritu de todos los japoneses y se transmitía de modo consuetudinario.
Sospecho que la influencia de mi padre también está en la contención de lenguaje que me place practicar. Sé que es imposible explicar convincentemente por qué un poeta escribe como escribe, pero estoy convencido de que el fraseo poético nace de nuestro modo de ser, no de los estilos literarios. Podemos abrirnos a todos los ideales de poesía, pero se decanta en nosotros el que coincide con nuestra personalidad y se procesa con nuestra biografía. Percepciones poéticas y lenguaje acaso sean anteriores a nuestro primer y ya lejano poema.
Chikamatsu, el gran dramaturgo de bunraku, a comienzos del siglo XVIII dijo: “Cantar los versos con la voz preñada de lágrimas, no es mi estilo. Considero que el pathos es enteramente una cuestión de refrenamiento. Cuando todas las partes de un drama están controladas por el refrenamiento, el efecto es más conmovedor”.
Creo que mi padre nunca conoció a Chikamatsu, pero lo imagino haciéndole una suave venia de aceptación, especialmente cuando ejercía uno de sus varios oficios, el de restaurador de vírgenes y santos caseros, aquellas estatuillas que la gente velaba en las repisas de sus salas o dormitorios. Antes de ser arrastrado por la aventura hasta el Perú, mi padre había sido un joven estudiante en una escuela de arte de Okayama. Era budista, pero ponía el más devoto empeño en resanar las imágenes católicas. Nunca tuvo reclamos, excepto con los Cristos. Su fe sosegada y sin dramatismos lo llevaba a pintarle a los Crucificados sólo una herida discreta en el costado. Entonces sus clientes le exigían las huellas de la pasión, la sangre estridente de la tragedia.
Mi padre era lector de haikus, que no están lejos de la poética de Chikamatsu. En medio de los pollos y patos del corral de mi casa, me traducía, entre grandes pausas reflexivas, esos breves poemas que entonces yo no entendía claramente. Ese fue el primer lenguaje poético que conocí. El haiku es un ejercicio de pudor frente al propio descubrimiento de la belleza. El poeta Shoogui dijo:
Lirios del valle
pensad que se halla de viaje
el que os mira.
Shoogui no quería que los lirios se percataran de su presencia porque, al estar allí, se sometía al riesgo de tener que escribir el poema. Teóricamente, el haijin, o escritor de haikus, preferiría no tener que escribir su hallazgo poético. Desearía que todos los hombres estén junto a él y que todos, unánimemente, tengan la misma instantánea percepción. Pero está solo. Entonces, sin afectaciones y del modo más notarial posible, intenta provocar o reproducir en el lector la experiencia que a él le fue revelada.
Cuando hablo de la actitud de refrenamiento de mi padre, siento que no le hago justicia a mi madre. Ella era peruana, hija de braceros de un enclave azucarero. Los japoneses venían sin pareja y cuando deseaban constituir una familia recurrían al matrimonio por poder. Previamente, los retratos de los varones en Perú y de las casaderas en Japón, embellecidos por los retoques fotográficos, cruzaban el océano en busca de una concertación conyugal. Mi padre fue uno de los pocos que no siguió esa tendencia endogámica de “importar” una esposa.
Mi madre había heredado de sus orígenes andinos la impronta de templanza que lucía en todas sus actitudes. Pero su contención tenía un matiz de dureza o de aire áspero. Yo admiraba sus frases. Eran bellas. Estaban relacionadas con cosas cotidianas que de pronto alcanzaban la densidad de lecciones morales a veces despiadadas. Muchas de sus frases, pronunciadas como sorpresivos azuzamientos o estímulos para remontar nuestras debilidades, han terminado imponiéndose en mis poemas. Nunca terminaré de agradecerle a mi madre su ayuda para sobrevivir con dignidad: “la olla de barro se hace más dura en el fuego”, sentenciaba desde su altura de jueza o matrona.
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Conferencia del 6 de diciembre 2005, organizada por la Asociación Psiquiátrica Peruana.

 

 

(Fuente: Aldo Novelli Real)

 

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