martes, 28 de diciembre de 2021

David Huerta (México, 1949)

 

Lustro

 

Retrocede la sombra cinco años después,
lenta en su líquida pestilencia como una criatura
de la noche, el espanto, la desesperación.
Retroceden el miedo, la corrupción de un lazo
más delicado y poderoso que la vida que destruye;
retroceden sus mínimos garfios de visibilidad
y derrame, sus precisos asedios y su esfinge gota a gota.

Hace cinco años me incliné por última vez
hacia los ateridos umbrales del trasmundo
y retrocedí asimismo, mientras el vaso recorría
la mano que lo empuñaba. De ese recipiente
salía un anillo de terso, hiriente fuego.

Un vaso nada más bordeaba el instante
anterior al paso que yo no daba
como si no fueran mis dedos los que lo sostenían
sino el cristal el que se hubiese apoderado de mí,
de mis entrañas laceradas, de mis ojos irritados.
Mi amigo se acercó y le di ese vaso. Cinco años
han pasado. Estoy aquí, ahora, escribiendo esto,
mirando la noche en derredor,
desvelado y sobrio, entregado al amor,
lento en el mundo raudo,
ráfaga de materia ensimismada.

 

 

Entrecruzados

 

Cae la sombra, leo, entre la palabra y el acto,
la fe se mete en un laberinto, la piedad
se entrecruza con la ira. Un hombre atraviesa la calle
y su destino se decide en un parpadeo del semáforo,
causalidades remolinean, la inmanencia chisporrotea,
las aritméticas del instante chocan con el clima cambiante.
¿Con qué pie nos hemos levantado de la cama?
Entrecruzados momentos, caedizos minutos
para cada proferimiento, cada conducta.
El tiempo se desdobla y se enreda.
Boquiabiertos, ojiabiertos, avanzamos
y retrocedemos a la vez. El Hic et Nunc es pura electricidad.
Duramos en la punta de un cortocircuito.

 

 

Declaración de antipoesía

 

Ya no quiero escribir acerca de la ciudad-tendida-a-mis-pies
ni de una clase de luz que nada más yo puedo percibir y entender.
Preferiría hacer versos donde los rechinidos y las crepitaciones
que me circundan algunas noches, no demasiadas
–ruidos y sombras cuyo significado ignoro–,
tengan un lugar y les den a los lectores
esa sensación de inquietud semejante
a la de sueños inolvidables por razones ignotas. Quisiera
un poco de claridad en el misterio y un poco de misterio
en el paso de una palabra a otra. Estoy cansado de la vanilocuencia
y de la trascendencia de tantos poemas que no me convencen,
me irritan, me dejan exhausto de pompa y de mensajes
–como D. H. Lawrence estaba cansado
de las mujeres que fingen un amor que no sienten y exigen,
con estridencia, una reciprocidad, acaso igualmente fingida.
Sin embargo, ¿qué haré cuando la ciudad se tienda a mis pies
y la inunde una luz de ultramundo? Haré a un lado esa imagen
y me concentraré en otras cosas: ese gesto perdido que tenía
un aroma de salvación, la giración de ciertas moscas, el silbido
de los comerciantes callejeros. No sé si podré. Pero no saberlo
me da un gran sentimiento de alivio lleno de contradicciones.

 

 

Antes de decir cualquiera de las grandes palabras

 

Ya se sabe: primero tenemos que ponernos de acuerdo
en cuáles son, pero convengamos en que existen:

se escuchan con todo su peso y gravedad
por la Perspectiva Nievski, en el murmullo de Raskolnikov,

y Cortázar se burla de ellas a cada rato
y las aligera, las despeina, las reconcilia

con el resto del vocabulario, para que puedan rozarse
sin daño con las demás y libertad no lastime demasiado

con su tonelaje de mármol griego
y su tufillo existencialista y su indudable grandeza trágica

a tenedor, a janitor, a bibelot –aunque esta última
es sospechosa de grandeza por culpa de Mallarmé,

también están las cortas y decisivas, sí, no, ahora, nunca,
la turbia amor, la limpia muerte, la zarandeada poesía,

otras que son como el arte por el arte, sándalo,
por ejemplo, y algunas como desoxirribonucleico, telescópica

y de indudable elegancia científica, de una manera vaga
e intensa y laberíntica, al mismo tiempo, conectada

con esa otra, vida, y están las combinaciones, claro,

tu boca, esta carta, docenas de objetos verbales
que sólo tienen importancia por razones inexplicables,

pronunciadas en la noche o el día, dichas

o guardadas en el silencio, en la red aterciopelada
de la memoria, en la fortaleza transparente y enérgica

del olvido, ese cuerpo o tejido del que también
están hechas las grandes palabras, el tiempo, tantas cosas.

 

 

El intruso

 

Agarrado de las luces y del viento, circulo
por todos los salones de la buena sociedad
y nadie alcanza a reconocerme porque
salgo a través de las ventanas antes de que lleguen
a examinar mi rostro, que está cubierto
de escarificaciones rituales.

Una vez encontré en un salón de artesonados
decadentes y altísimos a una muchacha
de ojos verdes y grandes pechos,
delgada y atlética, no muy inteligente,
detrás de una fuente neoclásica. Creo que era
el jardín de una casona en Provincetown.
La prendí por los cabellos y conseguí
que me contara su vida y me hablara
de haute cuisine. Yo ya no sabía dónde meterme.

Siempre he sido un intruso. No tengo modales
pero suelo fornicar con una avidez irresistible
y eso me allega amantes formidables, de altos peinados
e inagotables tarjetas de crédito color platino.

Las mujeres me utilizan y se van. Los hombres
me miran con desconfianza y tratan de hacer amistad,
midiéndome de arriba abajo con altanería.
Los niños me admiran y suelen seguirme
por los corredores de los castillos y las embajadas.

Los ancianos científicos me examinan con curiosidad
y dictaminan que no hay en mí nada anormal
pero que el brillo de mis ojos revela
un talante jaspeado de paranoia.

Tengo ante mí un libro francés decimonónico.
No sé si voy a terminar de leerlo. No me gusta leer
pero me lo recomendó una mujer
de la que creo que estoy enamorado.
No es que me importen demasiado el amor
ni el libro, pero algo hay que hacer.

Yo puedo decirles que ser un intruso
es arduo y desalentador, a la larga.
He perdido montones de palabras y ríos
de energía de esa manera: es decir, sólo siendo un intruso.
Estoy cansado y deseo retirarme.
Pero ningún lugar del mundo y de los salones
tendría para mí un rincón que yo pudiera tomar
con naturalidad –y la arrogancia de los pobres
me desazona y me deprime, así que no haré nada
por ese lado. Retirarme, tan sólo, sí: ¿pero a dónde?

Es lo que estoy buscando en el libro francés
que me prestó esa mujer. No encuentro nada y busco
detrás de las páginas como si allí pudiera brillar de pronto
el prometido paraíso de mi retiro.

Estoy cansado. Me refugiaré en el sueño. Pesadillas o no,
es posible que en esa manera flotante
y desapegada de estar en el mundo
encuentre mi vía de salvación. No quiero entrometerme más.
He sido un intruso, un entrometido. La paz sea conmigo.


 
El desprendimiento: antología poética (1972-2020)
David Huerta
Galaxia Gutenberg, 2021
432 páginas



(Fuente: El Cuaderno digital)

 

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