A los diez años creía
que la tierra era de los adultos.
Podían hacer el amor, fumar, beber
a su antojo, ir a donde quisieran.
Sobre todo, aplastarnos con su poder
indomable.
Ahora sé por larga experiencia el lugar común:
en realidad no hay adultos,
sólo niños envejecidos.
Quieren lo que no tienen:
el juguete del otro.
Sienten miedo de todo.
Obedecen siempre a alguien.
No disponen de su existencia.
Lloran por cualquier cosa.
Pero no son valientes como lo fueron a los diez
años:
lo hacen de noche y en silencio y a solas.
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