viernes, 29 de octubre de 2021

Miguel Angel Federik (Villaguay, Entre Ríos, Argentina, 1951)

 

 

Ruinas de San Ignacio

 

Algo hay en este sitio

distinto al sol del rojo asperón americano,

distinto al río de luz que se desangra

desde las doradas noticias del follaje.

Algo tiembla, sin música ni cuerpo,

y es visible según mi corazón, a mis espaldas.

Estos muros fueron altos y perfectos,

paralelos de lumbre a los fogones en su llama.

Fieles al polvo de su natural vigilia de galaxia,

toda piedra es piedra hasta su alma;

y estas que hoy sostienen el cielo solamente,

amparo fueron de la crisma en baptisterios,

y celestemente bifurcada en humos de tabaco y neblinas

para coronillas de otros iniciados.

Este polvo de aguas que soy esta mañana

pisa el patio de los muchos,

el huerto sin olivos ni fragancias,

la cocina sin corderos ni pimientas,

el comedor sin penitencias ni plegarias,

el claustro sin rosarios ni temblores,

las puertas sin canceles ni alabanzas

y el cementerio lateral desde el que cantan

unos huesos que ahora son

el perfume de las naranjas amargas.

Hace siglos, aquí la mano que hilaba era el ojo,

la rueca, el colibrí, la golondrina y su casa;

y el dueño de los misales no era el único

señor de la palabra ni el entero dueño de las plegarias.

Estas lajas no existen en el tiempo que las piso:

aquí se acaba el rastro de los himnos y los pumas.

Aquí durmieron de pie ante un imperio invisible,

multitudes insomnes de ángeles y de caballos.

Algo tiembla, sin música ni cuerpo,

y es visible, según mi corazón, a mis espaldas.

 

 

 

Perro de andén

 

Ten paciencia,

que yo alcanzo razón y estoy ausente.

Garcilaso de la Vega

 

 

Esta criatura que se lame el pecho

y después me mira

hace siglos que ha perdido a su amigo.

Su esperanza o su olfato, que en ella son lo mismo,

la ha llevado a plazas, andenes, terminales,

sitios de trasbordos y confusas multitudes,

promesantes de esta prosodia vulgar,

de viajar por viajar y de existir sin sentido.

Confía que entre estos miles,

un día volverá aquel con quien fuera cazadora

en tiempos en que ni siquiera los dioses existían:

salvo la estrella sol y aquella faz de la redonda luna

que nos reúne aún, en el reversible arte de las licantropías.

Conserva el don de oír antes que lleguen,

las inundaciones del agua o de las ardientes lavas,

pero se resiste a creer que el perdido

y sólo para siempre es el otro:

nosotros, los inmortales todavía.

Si se hubiese hecho lobo ya estaría muerto,

como tantos de los suyos, o de los nuestros,

que no se domesticaron ante el terror,

los exterminios, los exilios, los hastíos.

La acaricio y me lame las manos

y a ignorancias iguales, su mirada

es más hospitalaria y creyente que la mía.

La suya hace siglos que espera a una criatura

que ya no llegará.

No. No llegará nunca.

 

 

 

Crecimiento del árbol

 

Duele el aire y vuela la paciencia

de su verdor creciendo, lado a lado:

fervor, piedad, arborescencia

en su botánico peso ensimismado.

Del pájaro el olor tiene cifrado

bajo deltas de ocultas reciedumbres,

y un xilofón de agua a su costado

le imagina la color de su costumbre.

Ya hunde la raíz su divisoria

aurora de arqueológica frescura,

y alegra su fitogénesis, memoria

que a la rama sube, súbita y alada,

fumarola vegetal en su angostura,

por la herida del brote disparada.

 

 

(Fuente: Eterna Cadencia)

 

 

 

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