martes, 26 de octubre de 2021

Jesús Rubén Pasos (Colombia, 19-)

 

ROGER GILBERT-LECOMTE (1907-1943) 


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Por: Arthur Harfaux

 

 

ESE OTRO EXTRATERRESTRE

Una vía análoga a los barcos fantasmas, un denso nubarrón, una voz sin consuelo levantada para destruir hasta el nombre mismo de la sangre.

En el gran juego de sombras y de estatuas, de opio y surrealismo, de revolución y de catástrofe, participa este gran hechicero de mirada insomne: Roger Gilbert-Lecomte. Muerto a los treinta y tres años en París, disidente de Breton y en su tiempo amigo de René Daumal, con quien fundara la revista EL GRAN JUEGO.

“Sólo puedo respirar en las regiones bajas” decía otro oculto y encantado escritor de este siglo, Robert Walser, escapado también de las clasificaciones modernas. Nada más parecido que esta sentencia para entender a Lecomte en su cruzada laberíntica que le llevó a reír como un mendigo infante entre la absurda pesadilla humana.

Lecomte: Bebedor de disidencias. Desafío húmedo, pasión para el eclipse, sombra divina atormentada que recorrió con creces el fondo espectral de su propia muerte.

Aquí en estas páginas una muestra corta y selecta de su hermosa y fantástica poesía.

 

PREFACIO AL PRIMER NÚMERO DEL GRAN JUEGO

El Gran Juego es irremediable; sólo se juega una vez. Nosotros queremos jugado en todos los instantes de nuestra vida. Y es un juego de “gana el que pier­de”. Pues se trata de perderse. Nosotros queremos ganar. Ahora bien, el Gran luego es un juego de azar, es decir de destreza, o mejor de “gracia”: la gracia de Dios y la gracia de los gestos.

Poseer la gracia es una cuestión de actitud y de ta­lismán. Buscar la actitud favorable y el signo que fuer­za los mundos es nuestra meta. Pues creemos en todos los milagros. Actitud: es preciso adoptar un estado de completa receptividad, para eso ser puro, haber hecho el vacío dentro de sí. De ahí nuestra tendencia ideal a cuestionario todo en todos los instantes. Un cierto há­bito de ese vacío moldea nuestros espíritus día a día. Un inmenso impulso de inocencia ha hecho resquebra­jarse para nosotros todos los marcos de las obligacio­nes que un ser social tiene por costumbre aceptar. No­sotros no aceptamos porque ya no comprendemos. Ni los derechos ni tampoco los deberes y sus pretendidas necesidades vitales. Frente a esos cadáveres, augura­mos poco a poco una ética nueva que se construirá en estas páginas. En el plano de la moral de los hombres, los cambios perpetuos de nuestro devenir sólo recla­man el derecho a lo que ellos llaman cobardía. Y no es únicamente para servimos de él. Tal cobardía no está hecha más que de nuestra buena fe; somos comediantes sinceros. Cuando caminamos, hay en nosotros hombres que se miran, que se siguen, se arrastran por debajo, vuelan por encima, se adelantan, se huyen, se acla­man, se abuchean y se miran impasibles. Pero sólo que­remos ser entonces la acción de caminar. Es en eso que somos comediantes sinceros. Malvados son quie­nes no se entregan por completo a su opción. Nosotros simplemente tenemos el sentido de la acción.

¿Por qué escribimos? No queremos escribir, nos de­jamos escribir. Es también para reconocemos a noso­tros mismos y los unos a los otros: cada mañana me miro en un espejo para componerme un rostro huma­no dotado de una identidad en la duración. A falta de espejos tendría las caras de los animales cambiantes de mis deseos y, ciertos días en que el milagro me toca, no tendría cara alguna. Pues, liberados, somos a la vez brutos que blanden los amuletos de sus instintos de sexos y de sangre, y también dioses que buscan formar mediante su confusión un total infinito. El compromiso homo sapiens se borra entre ambos. El conocimiento discursivo, las ciencias humanas nos interesan única­mente en la medida en que sirven a nuestras necesida­des inmediatas. Todos los grandes místicos de todas las religiones serían nuestros si hubieran roto las cadenas de sus religiones que nosotros no podemos soportar.

 

Nos entregaremos siempre con todas nuestras tuer­zas a todas las revoluciones nuevas. Los cambios de ministerio o de régimen poco nos importan. Atribuimos al acto mismo de revuelta una potencia capaz de mu­chos milagros.

De igual manera, no somos individualistas: en vez de encerramos en nuestro pasado, avanzamos unidos todos juntos, llevando cada uno su propio cadáver en­cima.

Pues no formamos un grupo literario, sino una unión de hombres ligados a la misma búsqueda.

Este- es nuestro último acto en común; arte, litera­tura no son para nosotros más que medios.

La gracia ligada a la actitud necesita, hemos dicho, talismanes que le comuniquen sus poderes, alimentos que nutran su vida. Uno de nosotros decía reciente­mente que su espíritu buscaba en primer lugar comer. Busca entre sus sensaciones lo que puede nutrirle. En vano su hambre se arrastra de museos a bibliotecas. Pero un espectáculo, insignificante en apariencia, le da de pronto su alimento (una empalizada, una ostra viva). La sensación conmovedora de un instante otor­ga de un solo golpe fuerzas incalculables a su vida in­quieta.

Son esos instantes eternos lo que buscamos por to­das partes, lo que nuestros textos, nuestros dibujos harán nacer quizás en algunos, lo que a menudo han obtenido sus creadores en la conmoción de sus descu­brimientos y de lo que nuestros ensayos buscan las re­cetas.

Es en tales instantes que absorberemos todo, que nos tragaremos a Dios para transparentarlo hasta de­saparecer.

Roger Gilbert-Lecomte

En completo acuerdo: Hendrik Cramer, René Dau­mal, Arthur Harfaux, Maurice Henry, Pierre Minet, A. Rolland de Renéville, Josef Sima, Roger Vailland.

Le Grand Jeu. Nro 1. 1928

 

 

 

EL GRANDE Y PEQUEÑO GUIÑOL

 

 

Estábamos en la hulla y tú hablabas de muerte

Los destinos pasaban rojos aullando

Los corderos del mar se suicidaban

Golpeando con el cráneo las rocas de la orilla

Estábamos en el mar y tú hablabas de brumas

A las burbujas del mar imbebible

Los peces del cielo pasaban a lo lejos

Estábamos presos por la arena y los pulpos

Estábamos en la negrura y tú hablabas de esperanza

La hora pasó ya no es hora

El cielo volcado como un tazón se vacía

En el hueco de la negrura

Estábamos en las piedras y tú hablabas aún

De la sangre que hace daño y de las lágrimas

Estábamos ya en las entrañas de la profundidad

Estábamos en las espadas

Estábamos en el fuego tú hablabas del suicidio

Universal

 

 

 

LA VIDA ENMASCARADA

 

 

Gran estatua de mujer de cera pálida y pesada

La estatua que da vueltas con lentitud siempre

/espantosa

Trompo girando en el aceite de dormir

Faro de ojos cerrados cuya faz de eclipses

Sólo proyecta los rayos paralíticos del espanto

Gran prisión de cera en forma de mujer

Que encierra murado en el hueco de su molde

Un cadáver viviente de mujer

Comiéndose por dentro su figura de estatua

En cada vuelta de lentitud espantosa

El cadáver viviente de mujer encerrada

Lanza un único grito inmenso y silencioso

Que hace temblar la cera imperceptiblemente

Para el espectador hechizado

En la primera vuelta se presenta la faz

Enmascarada por una nube roja y que se estira

Como el pulpo de la sangre en el fondo de los mares

En la segunda vuelta aparece la faz negra y cerrada

Cual máscara de hollín hecha de polvo y grasa

En la tercera vuelta con lentitud espantosa

La faz muestra sus dientes

El espectador se duerme

Se despierta murado

En el vientre viviente del cadáver moldeado de

cera

En un mundo que gira con lentitud espantosa

Lleno de sierras y de ratas

 

 

LAMENTO DEL LUDIÓN

 

 

Salir de su propio cadáver, idéntico a sí mismo, pirueteando rígida y bruscamente.

Al hacerlo, ennegrecerse por completo y adelgazarse hacia las extremidades. Adoptar una crin roja e inmensos ojos lechosos con pupila de gato, en línea vertical.

Flotar en un espacio como submarino, vagamente limitado por viejos y espesos cristales de reflejos de tinieblas policromas.

En esa pecera, ilimitada o vasta, moverse a lo ludión, subir y bajar, flexible y enfático, cómo en cámara lenta.

Arañando paredes lisas con uñas afiladas y terrosas.

 

Punto Seguido. Medellín. Nro

 

(Fuente: La Mecánica Celeste)


 

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