miércoles, 3 de junio de 2020

Mariana Finochietto (Pcia. de Buenos Aires, 1971)



Nunca fui tan hermosa
como a los cuarenta
cuando el mundo comenzó a apagarse
como si alguien hubiera dictado
el final de una fiesta.
Ah, qué precioso es el fin de las cosas,
todo el cuerpo extendido hacia el disfrute
de los últimos instantes.
Es
como el final del deseo,
ese momento en que no importa
si sos vos
o no sos,
sólo sucede estar allí,
en un cuerpo
habitando la cueva de la sangre,
el corazón
en un pulso feroz latiendo,
latiendo.

Un animal
irguiéndose en sus pies
es siempre majestuoso.



Tengo la suerte de tener amigas
que aún sufren por amor.
Son más altas que el viento.
Son austeras
como suelen serlo las palabras justas.
Abrazadas al mundo,
se abren como las flores nuevas
cuando el aire es tibio,
y se olvidan la cabeza y las costumbres
por las cosas más triviales.
Caminan entre los restos de los días
llevando una bandera
de colores.
Lloran. Ríen. Nunca saben
lo que es conveniente. Nunca saben
lo que se debe hacer. Pero lo hacen.
Me las merezco.
Me las gané pateando los vidrios de la calle,
golpeando las puertas de casas imposibles,
rezando a un dios que no conozco
de pie frente a la cama de los hijos.
Es mío este puñado de dementes
a las que se puede querer
con el  corazón abierto.




(Fuente: Emma Gunst)




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