Lautremont
Cuántos siglos serán necesarios a la
alegórica clepsidra del tiempo, para que los colosos de Memnon sean para
siempre sepultados en el desierto!
Así mueren los ídolos.
Para desaparecer, unos quieren los huracanes y las tempestades del océano, y las salpicaduras de la Atlántida abismada.
Otros quieren las lianas de la selva
virgen; otros la antorcha del iconoclasta; otros las arenas movedizas de
plegarias de generaciones humanas, para desaparecer en sí mismos.
Aunque sólo hubieran tenido un adorador,
el mero segundo de poderío que extraen de las mitologías, los
cementerios, los museos etnográficos o las historias literarias, no por
ello dejarían de ser ídolos auténticos, podridos en las prerrogativas
certeras y derisorías de la divinidad.
Tengo hoy el honor de saludar el cadáver
del último ídolo, que, favorecido por la más bella leyenda del mundo,
nació el día de su muerte y murió asesinado por sus adoradores. Antaño,
en las vías misteriosas de ciertas regiones, el frente de los templos
ostentaba una lúgubre ley: «El iniciado matará al iniciador».
Isidoro Ducasse, que se llamó a sí mismo
Conde de Lautréamont, sólo ha engendrado iniciados hasta ahora. Y detrás
del carruaje barroco que lleva el pequeño ataúd en que acostaron su
cuerpo inmenso, sólo avanzan, en resumen, tristes empleados de pompas
fúnebres, hombres de letras melenudos, y plañideras hipócritas.
Extraviado durante algún tiempo entre los
miembros de la familia, el autor de estas líneas se ha refugiado en la
acera. Ahora contempla el paso del fúnebre cortejo. Ya se aleja. Ya
desaparece con sus coronas de flores artificiales, de flores porcelana,
con sus pobres ramos de siemprevivas y de rosas deshojadas.
Adiós. Descansa en paz. Dentro de un
momento, sobre el mármol de tu sepulcro y el vacío de la sepultura, el
literato con lengua de trompeta se exaltará con sólo pronunciar tu
nombre. Buena faena será esta para el orador astuto, que sabrá mezclar
consideraciones filosóficas sobre tu obra con una melancólica
disertación acerca del destino de las nubes, hechas para deshacerse en
lluvia, y llenará así el ánfora tentadora de la tumba. A los caracoles
grasientos del dolor fingido, añadirá la pimienta de lo nunca dicho y de
lo nunca oído — lo que no es siempre la misma cosa.
(Fuente: El hombre aproximativo)
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