Miré los ojos de la langosta…
Miré los ojos de la
langosta
negra, en el agua
clara.
Ojos color miel y
desconfiados
bajo la
transparencia del cristal.
Eran cuatro las
langostas, solo una
me miraba. Tenía
las patas atadas
con vendas para
impedir toda resistencia
a la muerte cercana.
Pensé en Queroqué,
la rana ociosa
que encontró en la
levedad su forma
y legó la
electricidad al mundo, forzada por Galvani.
La electricidad que
Nabokov temía, inexplicable
pero suficiente para
matar a Queroqué, la rana del poema japonés
que sola se dio
nombre porque nadie la nombraba.
Pensé en todas las
cosas que no veo, “las inocentes,
las inermes, las
desamparadas”, las que no pueden superar
la ley del más
fuerte y a sí mismas del cuerpo se separan.
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