domingo, 21 de junio de 2020

DAVID MCLOUGHLIN (1972, Dublin, Irlanda)



Café Derby 
 
Al cruzar el oscuro paragüero de madera, chorreando
junto a la puerta, chica para chico, cuatro jovenzuelos
galantean serios con la madurez. Los chicos y su cabello,
fijado a lo torero, intensamente engominado;
a la francesa, las chicas revisten sus hombros
con jerséis pastel, y a la cintura otro.
Los atiende un camarero, calvo y retaco,
de menester quizá madurado desde mozo
en las tertulias de Valle Inclán. Hierático,
algo renco, viste una blanca chaquetilla sin cuello
abotonada hasta la garganta, parsimonioso.
Les lleva una bandeja a la mesa—denso,
de las américas, caliente chocolate negro,
infusiones en ánforas de alquimia, bullendo.
 
 
 
 
Antonio
 
Muchas noches merodeaba un músico
bajo el palacio del Obispo Xelmirez, bajo el arco
—la acústica tan buena que lo escuchabas
mucho antes de pasar el Obradoiro y subir las escaleras.
Sentado por la larga jornada, cuando se ponía de pie
andaba como con la pierna mal torcida.
No sabía su nombre.
10 años más tarde, descendíamos por Cervantes Lucía y yo,
Santiago tocándome la fibra de nuevo.
Él tocaba “Te Recuerdo, Amanda”
de Víctor Jara. “¡Claro!” le dijo a ella,
“¡Tú tocaste en el Modus Vivendi, en las noches de cantautores!
A las doce lo recogía su novia
con su Golden Retriever. Era universitaria,
10 años más joven. Y pensé entonces en las segundas oportunidades
mientras se marchaban, y en los días
de estudiante de Lucía, cuando decía “todas las ventanas
abiertas al ritmo de Pablo Milanés, Mercedes Sosa y Silvio,”
temas latinoamericanos de esperanza. Y tras la canción,
compañeros, Víctor Jara—y ella y yo
sin encontarnos en ningún bar del casco antiguo,
echando yo de menos estar en otro libro.
En Tarasca ponían a veces los temas de esperanza,
o más bien himnos rebeldes, e izaban la Ikurriña vasca
a la par de la estrella Cubana. Cuando pedí en castellano,
el velludo camarero me miró receloso
bajo fotos de prisioneros en blanco y negro,
amigos del hacha y la áspid—ecos de una iconografía
mural. Se volvió impasible, decidí no sacarme de la manga
a Irlanda. Pegado a mi codo, un parroquiano
llevaba el pasamontañas y el armalite sobre fondo
de la Tricolor: la camiseta inevitable.
Sonaba Víctor Jara en la gramola.
“Intenta tocar eso con la guitarra,”
le dirían los soldados entre risas en el estadio
de Santiago de Chile, al partirle la mano.
Víctor Jara les cantó desde el suelo.
 
 
 
 
 
 
Café Derby
 
Past the leaking umbrella bin of dark wood
by the door, girl facing boy, four teenagers
play seriously at adulthood. The boys’ hair
is bullfighter-gelled, deeply engominado;
French-style, each girl wears a pastel sweater
around her shoulders, another at the waist.
They are attended by a small bald waiter
who might have served as apprentice
at the tertulias of Valle Inclán. Hieratic,
a slight limp, the collarless white coat
buttoned to the neck, unhurrying
he carries a tray to their table—the dark
thick hot chocolate from the Americas,
the infusiones in alchemical jars, unfurling.
 
 
 
 
 
Antonio
 
Most nights there was a busker
in the arch under Bishop Xelmirez’s palace
—the acoustics so good you heard him
long before you came up the stairs from the Obradoiro.
He sat because of the long hours, and when he stood
he walked as if his leg had been turned the wrong way.
I didn’t know his name.
10 years later, Lucía and I were walking down from Cervantes
Santiago starting again for me.
He was playing “Te Recuerdo, Amanda”
by Víctor Jara. “¡Claro!” he said to her,
“you played at singer-songwriter nights at Modus Vivendi!”
At midnight his girlfriend collected him
with their Golden Retriever. She was a student,
10 years younger. As they walked away
I thought of second chances, and Lucía’s student
days when she said “every window was open
playing Pablo Milanés, Mercedes Sosa, and Silvio,”
Latin American hope songs. Behind the songs,
compañeros, Víctor Jara—and me and her
missing each other in every Old Town bar,
me missing being in a different book.
Tarasca sometimes played the hope songs,
more often rebel songs, flew the Basque Ikurrina
beside the Cuban star. When I ordered in Spanish
the bearded bartender looked at me askance
under black-and-white photos of prisoners,
friends of the axe and the asp—echoes of a mural
iconography. He turned stony, I wouldn’t play
the Irish card. Off my elbow, a local wore
the balaclava and the armalite, foregrounded
on the Tricolour: the easy t-shirt.
Víctor Jara was on the juxebox.
“Try playing that on the guitar,”
the soldiers mocked in the stadium
in Santiago de Chile, after they broke his hands.
Víctor Jara sang back at them from the ground



Traducción: Germán Asensio Peral
 
 
 
(Fuente: El poeta ocasional)

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