jueves, 19 de diciembre de 2024

Álvaro Galán Castro (Málaga, 1979)

 


                          Para María y Sergio
 
 
Últimamente, pienso todo el tiempo
en comer alcachofas
y en ir al monte a andar
o en ir a pueblos blancos los domingos
—Algatocín, Genalguacil, Macharaviaya,
Benamargosa, Montejaque, Carratraca—.
 
Y de forma obsesiva y dramática a ratos
premedito mi muerte
y de Dios redefino de continuo
la idea insuficiente que me hago,
esta idea de Dios
que no es Dios,
que no es Dios ni es mi idea, sino idea de otros
—teósofos, poetas, ilustres practicantes
de varias religiones al fin unificadas en mi mente—
o idea que Dios tiene de sí mismo
infusa por su gracia en la hez de mi alma.
 
Hay gente que no ama a las personas,
sino solo la idea que se han hecho de ellas
y, claro, las personas les defraudan
al no corresponderse con la idea.
 
Yo amo a mis amigos y a los gatos,
los pájaros, las flores, los insectos, los higos,
las piedras de molino, los vilanos de cardo,
las ninfas de mosquito quiescentes en un charco,
las nubes, el terral, las alcachofas.
Los amo porque sí, porque están vivos,
porque son lo que son, no por la idea.
Los amo hasta en su ser insoportable
y nunca me defraudan.
 
A Dios no puedo amarlo, aunque lo aguarde,
porque solo lo pienso como idea.
 
María me decía nomás el otro día
—la rima es lo que es, muy machacona,
y me niego a evitarla—
que debo esta reciente pasión por la alcachofa
al trance de la flor de la edad que ya tengo
o a que me hago mayor, en cristiano y en plata.
 
Y Sergio va a garitos de tecno en las afueras
a bailar hasta el fin de las noches presentes
y a ver cómo se rompe en éxtasis el día
al sol dominical que colma con sus óleos las zonas industriales.
La suya es otra forma de amor y misticismo.
 
Tengo muchos amigos.
Algunas de las chicas se inyectan en la cara
un líquido remedio contra el marchitamiento
siguiendo las recetas de nuevos hechiceros grecosirios
—estetas somos todos, vivimos embargados
por una empedernida nostalgia cavafiana—.
También la mayoría se mata en el gimnasio
y toma suplementos de espirulina en polvo.
Yo bebo y fumo igual que si tuviera
apenas veinte años.
 
Son formas diferentes de lucha contra el tiempo,
contra este mundo cruel que no perdona
el fin de la belleza.
 
E imagino mi muerte y la muerte de todos
de una forma obsesiva,
recalculo la elipse en la que orbito
en torno a mi sospecha de Dios en los suburbios,
mi poca fe en un Dios solar y extrovertido,
inmediato, presente y manifiesto,
la síntesis del Buda, el Cristo y Dionisos.
 
Son formas diferentes de llamar a lo mismo
ante esta humanidad que no perdona
la pobreza de espíritu.
 
Muy obsesivamente
y dramáticamente,
a Carmen le repito: «amor, collige rosas, carpe diem,
también son una flor las alcachofas
cortada antes de tiempo»,
y suelto mi lección de horticultura
tomada de cualquier enciclopedia:
«La parte comestible de la planta
reside en los botones antes de que florezcan.
 
El capullo de Cynara scolymus
es una inflorescencia de flores tubulares
y pequeñas en ciernes, recubiertas
de brácteas imbricadas.
Una vez que florecen los capullos,
devienen forma tosca, apenas comestible».
 
Las amo porque son persona y hortaliza.
 
Comparto una ración con ella en la taberna
del pueblo y es domingo a mediodía
y celebro la vida y se detiene
ese ruido de fondo, la nostalgia
continua y obsesiva que siempre nos perturba
—añoro la tristeza cirrótica del joven,
el largo aburrimiento del preadolescente,
la esquina en soledad del niño taciturno,
el miedo intrauterino del que está por nacer—.
 
Cosecho la alcachofa. Y de Dios —dios mediante—
espero que algún día a secas se aparezca
matérico, concreto, sublimemente humilde
como un feligrés más en el bar de la plaza.
 
16 de enero de 2024

 

(Fuente: Arborecer horizontes)

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