El paraíso de los Renoir
La tristeza del padre fue a parar a sus hijos, las heridas
de la guerra
declarada por él,
destinadas a él,
mordieron otros miembros
de esa familia
desgraciada
que vive en el paraíso.
¿Y es que acaso el padre, todo padre, no atina solo a sacudirse
de sí el sufrimiento
no ya como padre sino, apenas, como hombre, y cae todo
(el sufrimiento, la finitud, la incompletud) en el hijo
no tanto como hijo, entonces, sino apenas, creo, como hombre?
Pero ese hombre, Renoir, el padre,
tiene puestos en las piernas, en las manos, en los brazos
el dolor y la pena y la enfermedad
y en un gesto de magia
a orillas del río que atraviesa el paraíso,
a la sombra del árbol del conocimiento que crece en el paraíso
las arroja
al viento de tramontana que atraviesa el paraíso
y las transmite, da en herencia,
a los hijos
por la mitad,
porque a uno le duele solo el brazo, y solo la pierna al otro,
y ese dolor fue causado
por el padre
¿y para quién? pregunta el menor de los hijos y el más dolorido
por no saber señalar con qué dolor
lo señaló el padre,
tal vez con el dolor de no poder
dejar de ver,
cuando el padre eligió para sí,
para que no doliera, eligió mirar
lo que él mismo se pintaba para ver.
Y entonces, dice el hijo,
no es del árbol del conocimiento
que el dolor viene,
dice él,
el menor, el menos indicado,
sino del otro árbol,
de la arboleda absurda
de la creación,
que se mece a la suave brisa
del orgullo
y la pena.
Árboles engañosos, dice,
innecesarios
y por eso incesantes
como tumores del mundo,
repartiendo el dolor
que dicen ocultar.
Y el hijo menor dice,
doliéndose de lo que el padre le brinda
de beber,
que ojalá el padre
reviente
del dolor suyo
y que el dolor ese
no le llegue a él,
ya que él solo quiere
ahora
irse del paraíso de una vez,
de la casa del padre,
para ensuciarse los pies
en el camino.
¿Tienen entonces los hijos la culpa
del dolor del padre, aunque lo deseen?
No.
¿Tiene el padre la culpa
del dolor del hijo, aunque le espante?
Sí.
Rudas maneras de vivir
el paraíso
donde todo sucede
una sola vez
y nos marchamos
dejando detrás nuestro
delante nuestro
retahílas de padres y de hijos
baldados
y caminando.
MIguel Gaya. Inédito
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