lunes, 17 de abril de 2023

Pablo Ananía (Rosario, Argentina, 1942)

 

¿QUÉ HA SIDO DE NOSOTROS, POETAS?


Es como si respirara el poema,
pero ya no respira. No aires
de otras épocas, cuando la
escritura no exigía ser como
ahora, hoja y corteza, este
disfraz del burguesito tantas
veces vil o, como mejor lo dice
Pessoa, tantas veces cerdo,
ridículo, absurdo, mezquino.
Como la hoja otoñal quebradiza
ya se ha perdido el trazo genuino
del maestro y en el ocaso, en la
caída sin fin, arrastra consigo
el epígono aquello que lo nutría,
el saber, la bonhomía, lo que
su antorcha encendía en su
mente, "cierta necesidad de la
muerte", escribir cartas amorosas
de despedida, soñar con un
pedazo de sepulcro de piedra
tallada en la cual quedara escrito
que nadie, jamás, allí se toparía
con un alma suicida, la fuerza
siempre viva del poeta en
otro sitio, en constante vigilia.
El maestro, el epígono. El ardiente
suspiro, la meditación metafísica,
las funciones lingüísticas, las
revelaciones místicas... Ya nada
de todo eso permanece en
quienes hemos olvidado sus
metáforas exquisitas. Hicimos
papilla el corazón del poeta,
torcimos su mirada y ni siquiera
somos la droga que por nosotros
piensa. Esa máquina implacable
que impide la más mínima duda,
la duda sublime y aquella más
íntima: ¿qué hicimos de nosotros,
cómo fue que esa corteza, la de
los tejidos más profundos, se
deshizo? ¿Y su huella infinita?
Quisimos, señor, ser la boca
de todas las cosas, cambiemos
-dijimos- y fuimos devorados,
llevados hacia el interior más
hondo de lo informe en medio
de una niebla donde seres con
pestañas de erizos con ciega
sumisión caen de rodillas. Hay
un humo amargo en mis venas.
Hay en mí y en todos nosotros
muerte prematura, pero nadie
siente, señor, la maldad del espejo.
 
 
(Fuente: Cecilia Pontorno)

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