Una escena fúnebre
«¡Oh, día! ¡Él no puede morir
en tanto tú tan lindo resplandezcas!
¡Oh, sol que te pones tan tranquilo
en día tan magnífico!
¡Él no puede dejarte ahora,
mientras soplan los frescos vientos del oeste
y todo alrededor de su faz juvenil
tu luz jovial irradia!
Edward, despierta, despierta:
la tarde dorada resplandece
cálida y radiante en el lago de Arden...
¡Levántate de entre tus sueños!
Junto a ti, de rodillas,
mi más querido amigo, imploro
que, para cruzar el mar eterno,
puedas tú demorarte todavía una hora.
Oigo rugir sus nubes,
las veo espumar en lo alto,
pero ningún destello de una costa más lejana
ha bendecido mi esforzada mirada.
No des crédito a los que te reclaman
desde las islas más allá del Edén;
da la vuelta, desde ese tempestuoso oleaje,
a tu país natal.
No es la muerte, sino el dolor,
lo que golpea en tu pecho.
¡No, recupérate, Edward, levántate de nuevo!
¡No puedo dejarte descansar!»
De una larga mirada, su dolor me regañó
por no haber podido contener la aflicción.
Una muda mirada de sufrimiento me movió
a lamentar mi inútil plegaria.
Y, bruscamente interrumpido, el arrebato
de confusión se esfumó.
Ningún signo de aflicción volvió a estremecer
mi alma aquel horrible día.
Tenue, por fin, el sol se puso dulcemente;
se hundió en paz la brisa del ocaso;
cayó el rocío de verano suavemente, humedeciendo
el valle, y el claro del bosque, y los árboles silenciosos.
Entonces su mirada empezó a cansarse,
vencida por un sueño mortal;
y sus ojos se agrandaron con una tristeza extraña,
nublados, como si hubieran llorado.
Pero no lloraban, no se alteraban,
ni se movían ni se cerraban;
inquietos aún, y aún sin posarse en nada...
sin vagar, pero tampoco descansando.
Así que supe que se estaba muriendo:
me incliné y levanté su lánguida cabeza;
no sentí respiración ni le oí suspirar,
y así fue como supe que había muerto.
Emily Brontë, incluido en Antología de poetas inglesas del siglo XIX (Alba Editorial, Barcelona, 2021, trad. de Xandru Fernández y Gonzalo Torné).
(Fuente: Asamblea de palabras)
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