viernes, 21 de abril de 2023

Gerard Manley Hopkins (Londres, 1844 - Dubllin, Irlanda, 1889)

 

Descifrado en hojas de sibila

 


 

 

 

El alquimista en la ciudad

Mi ventana muestra las nubes viajeras,
Hojas gastadas, nueva estación, cielo alterado,
Multitudes que se forman y se funden:
El mundo entero pasa; yo a la vera.

Sin dispendiar sus horas asignadas,
Los hombres y los amos planean y edifican:
Miro el coronamiento de sus torres
Y felices promesas realizadas.

Y yo –tal vez si mi intención
Contara con edad prediluviana,
Los trabajos que así habría gastado
Pudieran acceder a su heredad.

Pero antes que ahora brille en el caldero
El oro que no está por descubrirse,
A la larga el fuelle no soplará más,
La estufa habrá por fin de enfriarse.

Y con todo es ya muy tarde para sanar
La vergüenza incapaz y estorbosa
Que me hace cuando con hombres trato
Más inerme que el ciego o el lisiado.

No, debería amar la ciudad menos
Aún que ésta mi ciencia ingrata;
Pero yo deseo el desierto
O las lenguas herbosas de la costa.

Camino por mi airoso mirador
Para observar el sol bajo o levante,
Veo virar a las palomas citadinas,
Contemplo a las golondrinas correr
Entre la cima de la torre y el suelo
A mis pies en el aire que sustenta;
Luego hallar en el ruedo de horizonte
Un sitio y el hambre de estar allí.

Y entonces odio como nunca aquella ciencia
Que ninguna promesa otorga de éxito;
Es dulce como nunca la costa despoblada,
Libre y ameno el desierto.

O antiguos túmulos que cubren huesos,
O rocas donde acuden palomas de las rocas,
Y árboles de terebinto y piedras
Y silencio y un golfo de aire.

Allí en una larga altura escuadrada
Tras el crepúsculo me tendería
A penetrar la amarilla luz cerúlea
Con largo y libre mirar antes que muera.

 

 

 

 

El cernícalo

A Cristo nuestro Señor

Sorprendí esta mañana al favorito de la mañana, delfín del reino
De la diurna luz, Halcón pintado de aurora, cuando remontaba
La vasta llanura del aire firme a sus pies, andariego
De la altura, ¡cómo giraba sobre la rienda de un ala plegada
En su éxtasis! para luego lanzarse, fugar oscilante
Como el talón de un patín barre suave el arco de una curva:
el impulso y el desliz
Desairaban al gran viento. Mi corazón escondido
Se agitó por un ave: ¡la proeza, la maestría de aquello!

Brutal belleza y valor y acto, ¡oh aire, pluma, orgullo, aquí
Trenzados! Y el fuego que de ti brota entonces, un billón
De veces a voces más adorable, más peligroso ¡Oh mi caballero!

No hay ahí prodigio: el puro afán hace que el arado por el surco
Brille, y los pálidos rescoldos azules, ah mi amado,
Caen, se hieren, y abren tajos de oro y bermellón.

 

 

 

 

Belleza jaspeada

Gloria a Dios por las cosas de color mezclado.
Por los cielos con manchas de vaca berrenda;
Por los lunares que rosa granean sobre las truchas a nado;
Los raudales de castañas como brasas frescas; las alas del pinzón;
El paisaje partido y parcelado — aprisco, barbecho y labranza;
Y todos los oficios, sus aperos y avíos y atavíos.

Todas las cosas contrarias, originales, escasas, extrañas;
Cuanto es veleidoso, veteado (¿quién sabe cómo?)
De rápido, lento; dulce, amargo; vívido, opaco;
Engendra Aquel cuya belleza no conoce mudanza:
Alabadlo.

 

 

 

 

Andrómeda

Ahora la Andrómeda del Tiempo en esta roca ruda,
Aquella sin igual en su belleza ni
Su daño, tiende la vista por ambos cuernos de la costa,
Su flor, su parte de ser, condenada a pasto de dragón.
En otro tiempo la pretendieron y acosaron
Muchos golpes y males; mas hoy escucha rugir
En el oeste una bestia más salvaje que todas, más
Fértil en desmanes, más desenfrenada y lasciva.

¿Se demora su Perseo y la abandona a sus extremos?—
Pisa un tiempo el aire delicado y cifra
Su pensamiento en ella, que olvidada parece,
Cuya paciencia entretanto, desmenuzada en dolores,
Crece; para luego descender avasallante, nadie sueña,
Con avíos de Gorgona y alabarda / trallas y comillos.

 

 

 

 

Descifrado en hojas de sibila

Ferviente, ultraterreno, igual, armonizable,
bovedizo, voluminoso, estupendo
Crepúsculo pugna por ser del tiempo la vasta
vientre-de-todo, casa-de-todo, ataúd-de-todo noche.
Su córnea tierna luz amarilla devanada al oeste, su
loca hueca luz blanca colgada en la altura
Yerma; sus primeras estrellas, estrellas príncipes,
principales, se nos ciernen,
Cielo en facciones de fuego. Pues la tierra desata
su ser, su entrevero toca fin, divergente
o ebullente, todo a traviesa, en tumulto; ser en ser
macerado y molido — por entero
Desacordando, desmembrando todo ya. Bien me traes,
corazón, a cuenta
Con: Nuestro crepúsculo nos cubre; nuestra noche
se hinche, se hinche, y nos acaba.
Sólo las ramas y dentadas hojas dragontinas incrustan
la pálida luz con lisura de herramienta; negras,
Tan negras en ella. ¡Nuestro cuento, oh nuestro oráculo!
Que la vida, menguante, ah que la vida devane
Su otrora tejida teñida venada variedad toda en dos
husos; separa, encierra, guarda
Ahora su todo en dos rebaños, dos rediles —
negro, blanco; bueno, malo; cuenta sólo, atiende sólo, mira
Sólo estos dos; cuidado con el mundo en que los dos sólo
encontrados se revelan; con el potro
Donde por sí atadas, por sí torcidas, sin abrigo y sin asilo,
ideas contra ideas en queja se quebrantan.

 

           (Traducción al español de Juan Tovar)

 

(Fuente: Revista Altazor)

 

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