jueves, 27 de agosto de 2020

Rafael-José Díaz (Tenerife, España, 1971)



Los hedores



En el delirio
de unos pocos pasos,
que es el revés de la errancia,
al ir a tirar la basura que ya hiede
–dejar que la basura hieda es un ejercicio de paciencia y reconciliación–,
no hay apenas visiones que actúen
sobre los vasos sanguíneos,
últimamente demasiado habituados al sedentarismo,
y sin embargo desentumecerse
así, por unos pocos minutos,
nos permite salir del atolladero
y vivir unas cuantas paradojas hiperestésicas:
en primer lugar, la plaza que atravesamos es un lugar que no está preparado
para otra cosa que no sea atravesarla,
así que enseguida llegamos a donde están los cubos de basura,
abrimos el primero
y la basura que hiede,
domesticado su hedor por una bolsa herméticamente cerrada,
termina en el cubo correspondiente,
mientras que la otra basura,
que no hiede tanto porque está formada
por todo tipo de envases de plástico
termina en otro cubo y,
paradójicamente,
hederá con el tiempo más que la primera,
pues será recogida más tarde
y, adherido el hedor a los envases,
permanece más tiempo en la raíz del aire
como el recuerdo de toda la comida
que en ellos fue transportada
y acabó sometida al hambre del estómago;
en segundo lugar,
esa misma plaza
que no cabe atravesar sino como un alma en pena,
y no en vano no hay nadie a esas horas de la noche,
es un lugar que nos devoraría
si nos parásemos en él:
debe desembocarse en alguna de las calles aledañas,
o bajar la acera hasta dar con el parque
para escapar del zumbido proceloso de la plaza
que nos devora la conciencia, la memoria,
el cuerpo, el deseo, la voz y la mirada.
Quedarse en ella por ingenuidad
o por novelería
es exponerse a quedarse en los huesos,
por mucho que la cena nos haya alimentado
para no morir desnutridos en medio del sueño.
La plaza es nuestro límite
y nuestra más incierta descendencia.
Hay al llegar un silencio que no le pertenece,
que ha tomado prestado, sin permiso,
de algún lugar silencioso donde hayamos vivido intensamente el silencio,
pues la plaza lo ha fagocitado
para que, en nuestro delirio
de unos pocos pasos,
que es el envés de la errancia,
nos perdamos allí, en el interior
de un silencio que nada nos dice,
volvamos siendo otros para sabernos los mismos
y no dejemos allí
más rastro que el de los distintos hedores
que el cuerpo, al sobrevivir,
produjo, que los huesos,
al tintinear, alejan,
hedores como la música lejana que se lleva consigo quien no ha de regresar.







Un cadáver encontrado en la piscina


Como podría haber sido yo
o cualquiera de nosotros,
si es que no estamos muertos ya
y no lo sabemos
–¿hay forma de saberlo?,
creo que no estudié
la suficiente filosofía para estar seguro–,
así apareció el cadáver de alguien
que no se sabía quién era
en la piscina, y cuando mi madre me lo dijo
yo pensé en tantas veces
como me imaginé muerto en la piscina,
en tantas veces como, muerto,
estuve en la piscina sin saberlo,
y a medida que mi madre me iba dando detalles,
yo componía en el escenario del crimen
las diversas posiciones del cuerpo,
los indicios violentos, las huellas,
los restos de ceniza, las latas
de cerveza, el conjunto espectral de lo que estaba junto al cuerpo
mientras el cuerpo se había abandonado a sí mismo,
pues un cadáver asiste
a la ausencia del cuerpo
lo mismo que la piel de la serpiente
no forma parte ya de la serpiente,
o acaso lo que el cuerpo secreta
es un cadáver que sigue viviendo de otro modo
en la mirada de quien lo encuentra,
sobre todo en la de la primera persona
que se encuentra con ese cuerpo nuevo
que ha dejado de serlo,
que ha cambiado, voluntariamente o no,
su condición de sujeto
por la mucho más cómoda posición del objeto
que puede ser contemplado,
investigado, despedazado
incluso por una jauría de perros
–las hubo en otro tiempo
cerca de la piscina–,
y mi madre sabía quién lo había descubierto,
quién me había descubierto,
imaginaba yo,
desnudo e inerte en una hamaca tras sufrir un infarto,
tras ingerir un bote entero de tranquilizantes
o incluso acuchillado por un desconocido
con quien había quedado esa tarde en un encuentro a ciegas,
pero no, no era yo esta vez el muerto,
resultó ser uno de los obreros empleados
en la reforma de un apartamento
y, según supo mi madre,
no había señales de violencia,
se trataba de una muerte natural
de lo menos interesante, pues
no dejaba entrever crimen alguno
ni era la mía propia
ni tenía que ver de ningún modo conmigo,
y, sin embargo, imaginaba ese cadáver al sol,
sin sentir ya en su piel ninguna irradiación,
y no dejaba de identificarme de algún modo con él,
como si siempre hubiera estado muerto
ahí, en esa piscina,
muerto por haber escrito que lo estaba,
muerto por ser esa la piscina
donde alguien murió
como podría haberlo hecho yo también.



(Fuente: Gazeta.gt)

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