49.
A Eduardo Espina
1. Una hoguera para las negras mareas de brea
con las que Deniz teje murmullos.
Primero en mixolidio, luego en dorio
2. Otra para Zurita, cuyos glaciares deshielan, cauce abajo,
sobre el amor que lloramos sobre las flores,
allá en el añil del mundo
3. Enciéndanla para Josef K, el judío, por no cargar a espaldas
las espaldas del poema y emboscarnos
4. No olviden a Perlongher y su bizarro lenguaje. En extinción
como de armiño o nube. En rojo. Ensangrentado
Los del Cártel de Madrid sentenciaban espurios.
Debí bajar la voz el canto de las sílabas, el llanto de la materia.
España: mi lenguaje progresa sobre el espíritu de la metáfora arrasada.
Suspendo en una línea el sumun del más dolce stillnuovo
modulado de acuerdo con la gracia ritual de
cierto autorretrato de Rembrandt. Pero borracho
como un astronauta en alguna escena bíblica
recreada en el barrio judío de Ámsterdam.
Quise decir: la versión dub de un aria de Bach.
Soy el perito de las palabras huérfanas.
Y el deshollinador de aquellas otras
que, heridas bajo un rial de piedras,
nos invitan a brillar, a pesar
de su luz negra.
Baila.
Mi patria es una lengua soñada en el asombro
y jamás entre rimas de estética octosílaba.
Apártalo España y mételes por el rijo los
zureos sublimes de fingida transparencia
con la ruta de los mapas para cruzar el océano
desnudos, pero con la ropa puesta.
Qué pronto en esos pechos fanega el ruido anciano
de una calavera que habla y habla
(me está hablando)
Y qué atrofiada su lígrima razón.
Debí bajar la voz y vestirme púdico con el eco del ruido.
Por un hueso, como las ratas de Hamelin, emergieron
desde el légamo nuevos cárteles. Pude sentir, de pronto,
sobre mi faz su escupo monstruo. De antropoide.
Codicioso por fundar nuevas Españas
a punta de garrote.
¿Secuestrarán a Raimondi los capos de Mazatlán y Sinaloa?
¿Condenarán a Herbert a hervir el agua del río
sin una lluvia dónde poder refugiarse?
–Bah son tan oscuros– gruñó la piara.
Y cuando ella me invitaba a contemplar frutos azules
y nubes bermellones (como a todo cuanto nunca
volveríamos a mirar), para entrar en la muerte
con asombro de ojos vivos
cayó sobre mí párpado un nuevo escupo
en color agre.
Asomé confuso:
Como hienas, unidos en una sola forma sobrehumana,
los manes del cártel, babeantes en círculos de gula,
lamían unas férulas de momia. Atentos, cual acólitos,
a su sermón de ultratumba.
Callé. De cobre.
En pasmo.
Los del cártel se repletaban la boca con vértebras occisas,
de luto ya perladas y como vacas.
Rumiantes, y en manada,
continuaron observándome,
lacayos de certidumbres pusilánimes.
–Dejémoslos– propuso el viento alrededor del laurel
–¿Entonces–pregunté – podemos jugar con la poesía
hasta que el sheriff encuentre la nuez?
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