𝒜 𝒥𝓊𝒶𝓃 𝒪𝒿𝑒𝒹𝒶
𝒜 𝓆𝓊𝒾𝑒𝓃 𝓃𝑜 𝒸𝑜𝓃𝑜𝒸í
Bach. Al lado del pedal de resonancia brillaba al sol de otoño una
botella de whisky Johnnie Walker.
Y en el interior, confundido entre las líneas del Arpa, Shelley Álvarez
escondía un fragmento de haschisch, tan solo por eufonía.
En el horizonte algo simulaba una luz: era el reflejo de un letrero de
hojalata.
Shelley digitó la ofrenda sin reparar en el tiempo.
Luego cerró el piano y escuchó la Música de las Esferas. Fue
entonces que ideó tomar un baño de tina.
Mientras lo hacía, en medio de avisos, voces, crujidos, surgió de la
radio La Última Canción de Richard Strauss. Y el Universo alcanzó
para Shelley el mc2.
Shelley Álvarez no creyó estar soñando: su perfecta formación
dentro del Empirismo Inglés jamás se lo hubiera permitido.
La Canción concluyó, y Shelley recordó con Melancolía que él
nunca conociera La Melancolía, ni el Temor, ni, quizás, la dicha.
Mientras se secaba leyó el poema que alguna vez dejó en un papel:
Mi primer Amor fue La Música
mi segundo mor fue el Amor
a La Música. Mi tercer
Amor fue triste y feliz
Y se entretuvo arrojando dardos para alejar su corazón de su corazón, porque el recuerdo del amor es más fuerte que el amor.
Pero existían los dardos, y el whisky. Y algo más: Shelley tenía en sí una cierta soledad que acompaña, una soledad que no mata: una impecable soledad.
(De 𝐁𝐨𝐨𝐤 𝐭𝐡𝐞 𝐟𝐢𝐫𝐬𝐭/ Luis Hernández Camarero).
(Fuente: el elefante asado)
No hay comentarios:
Publicar un comentario