POETA FAMOSO
advierte
cuán difícil es definir qué aporta monstruosidad
a esa apariencia tan ordinaria. Ni delgado ni gordo,
cabello entre claro y oscuro,
y el aire de un aprendiz, digamos, de pintor de casas
en medio de una asamblea de arquitectos famosos;
el porte es de ratón,
sin embargo, es un monstruo.
Examina primero esos ojos
en busca de la chispa, el fulgor: nada. Nada allí,
salvo el agotamiento demacrado y pétreo
de un artista de variedades casi acabado.
Se desploma en su silla
como un hombre gravemente herido,
a la mitad de su tamaño natural.
¿Es su demonio interior —borracho de licor barato,
rebosante de tejido y folículo—
el fuego vital, el espíritu eléctrico
que da brillo a un hombre normal y cordial?
¿O son las mujeres?
La verdad —tráela con ropajes negros, tambores
y pasos fúnebres como el ataúd de un gran hombre—
no, no, no está muerto, sino seguramente
medio enterrado en esta verdad.
Una vez, la humillación
de la juventud y la oscuridad
fueron atrapadas en el autoclave de la ambición ilusa,
la fermentación de un corazón agriado se detuvo,
con tal pirotecnia que el mundo se quedó absorto,
y todavía gritan: «¡Repítelo!».
Pero todos sus esfuerzos por congeniar
el antiguo estallido heroico de su dinero y elogios,
el dedo acusador del padre y el asombro del niño,
incluso la quema de sus laureles coronados,
lo han dejado destrozado: destrozado,
y monstruoso, tanto
como un estegosaurio, un pesado y obsoleto
arsenal de cuernos y placas gigantes
de una época en que medio mundo aún ardía,
dispuesto a parpadear tras las rejas del zoológico.
[Traducción: Lab De Poesía.]
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