Sin título:
¿Por qué pintar la apatía de las casullas al pie de los largos edificios, las banderas suspendidas como pterodáctilos que el viento faja aliviando su aire de derrota? La raíz nariguda entregada a mansos menesteres subterráneos al centro del patio, y al centro de su centro, la fuente salomónica con las estatuas ensortijadas de un guerrero azteca y un águila.
Y en todo lugar, en todo momento, el radiante espejo del verano.
En el forcejeo del crepúsculo es el día quien va perdiendo la mano, separando la luz de los lentos objetos terrenales, distanciándola de la carcoma ultravioleta que subyace al envés de todos los colores. Y entre las rumiantes formas pasajeras que ya van cerrándose entre las gemas del semáforo, evaporadas sobre el asfalto o formando una surrupa en los ojos de pájaro de los adoquines, algo como un nido de mimbre sobre una cara vieja se viene hacia nosotros. ¿Será una bola de algodón llena de patas de mosca, un gamo de hule, un caballo al galope, un sombrero que vuela?
Y estás, o estamos, mi amor, risueños de avizorar la primera nube del final de la tarde, coronada de palabras húmedas, dispuesta al rompimiento del aguacero como un niño desnudo que solloza. Por ahora, damos gracias a la luz deficiente, capaz de ablandar los perfiles como un ropaje que cae lentamente del brazo negro de un fusil.
Poseídos por estas visiones, llegamos al fin a ese lugar deseado donde la risa brota de nuestro pecho de monseñorcitos. Un sabor de hemoglobina, un regusto a cartílago va entrándole sin resistencia a los relieves de la tarde.
Como quien cose una boca para siempre, un mar de serpentinas amordaza rápidamente los huecos del silencio.
Nosotros ya no estamos. Nos hemos escurrido igual que cada tarde de junio entre los pasos de la gente que dispersa el silbato policial. Nos hemos disuelto entre los adolescentes fugados del seminario a bostezar frente al suicidio que va trazando el cadáver prusia de la lluvia.
Ya el cielo es casi una negrura.
Por los amistosos caminos va deslográndose, entera, la sombra oscilante de la tarde.
Hemos alcanzado al fin esa infelicidad llevadera de los días viernes cuando se han emborronado uno a uno sus árboles. Ha venido y se ha ido el tranvía, ese peso muerto que desaloja del cuerpo las ganas de gozar, embargado por una soledad sin puntos fijos, marmolizada y sangrante, impermeable al recuerdo como una bombilla de vidrio soplado que hace más vivo el tedio del ocaso, nuestra sublime agonía.
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