Sobre la muerte, sin exagerar
No sabe encajar una broma,
no sabe de estrellas, de puentes,
de construir barcos, ni de pastelería.
Hablamos sobre el día de mañana
y dice su última palabra
sin venir nunca al caso.
Ni siquiera sabe hacer
las funciones propias de su oficio:
ni cavar fosas,
ni clavar ataúdes,
ni limpiar los despojos que su paso deja.
Ajetreada con tanto matar,
lo hace de cualquier modo,
sin método ni destreza.
Como si se estrenara con cada uno de nosotros.
De acuerdo, tiene éxitos
pero, ¡cuántos fracasos,
cuántos golpes fallidos
e intentonas estériles!
A veces faltan fuerzas
para fulminar a una mosca al vuelo.
Y más de una oruga la deja atrás
al arrastrarse en la carrera a más velocidad.
Todos esos tubérculos, vainas,
antenas, aletas y branquias,
plumajes nupciales y pelambres de invierno
demuestran serios retrasos
en su penosa labor.
La mala voluntad no basta,
y nuestra ayuda a base de guerras y revueltas
no le resulta por ahora suficiente.
En los huevos laten corazones.
Crecen los esqueletos de los recién nacidos.
Las semillas se visten con sus primeras hojas
y a veces también con árboles en el horizonte.
Quien afirma que es todopoderosa
es, él mismo, prueba viviente
de que, de todopoderosa, nada.
No existe vida,
que, aun por un instante,
no sea inmortal.
La muerte
siempre llega con ese instante de retraso.
En vano golpea la aldaba
en la puerta invisible.
Lo ya vivido
no se lo puede llevar.
(Fuente: Daniel Edgardo Petasne)
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