1.1
El peso del mal en cada gota
sobre las hojas de las enredaderas.
El pasto, el sábado, surcado por las huellas
de quien se postula como espíritu
sustentador de los árboles, el rocío.
Pero, y no es que este rocío esté contaminado
de hollines, restos, basura de combustión
que flota y con el agua mansa desciende sobre el pasto,
sino que el espacio con plantas
junto a las vías de un tren suburbano
es, básicamente, la herida,
y el espíritu sustentador no otra cosa
que lo que mantiene abierto este maná
del que nuestro mal se alimenta.
¿De qué se nutrirían nuestras raíces
si no de cualquier tajo de vegetación,
cualquier zumbido de panal en verano o lluvia
que no estuviese de verdad en los planes,
rotunda, absoluta, el golpe decisivo
del vacío natural en aquello que constituye
el día en el que navegamos sobre aguas inconscientes?
***
1.2
Aquellos que se acariciaban bruscamente
sobre la mesa del recreo junto al Río.
Habían llegado en una vieja moto,
era fácil confundirlos con el mal.
Pero no eran el mal por lo que aparentaban
con las camperas raídas y el amor a la nafta
en combustión y a los ruidos profundos de la máquina.
Si atravesaron toda la provincia en moto,
cualquiera hubiese apostado
que no se habían extasiado
ni intentado hacerlo con el vuelo de las garzas
a las orillas de la ruta,
ni con la vida del pantano,
ni con el movimiento del pasto bajo el viento.
Del mismo modo, tampoco los arroyos químicos
los inquietaron o mortificaron,
ni la basura en el bosque,
ni los neumáticos junto a los arroyos.
Esos ángeles insensibles partieron la naturaleza
por el asfalto. Fueron perfectamente equilibrados
sustentándose en su propia velocidad
y en la vida de sus cuerpos.
Y con lo que no habla no hablaron.
***
1.3
Tememos las ciudades, grandes escorpiones,
o inesperadas amebas gigantescas en la pampa.
Desciende el pájaro negro desde el árbol
y el chico en el parque se asusta y se fascina.
El pájaro sin duda le habló girando a veces su cabeza
hacia lo profundo del parque,
se diría desde lejos le indicaba cuánto de promesa
de bosque tenía la fronda ahí,
pero también en ese punto empezaba una fábula tenebrosa
de chicos y brujas, migas de pan y ogros (se sabe).
No hay salida, ¿no lo ven? Por todas partes
el miedo, el horror, el éxtasis, hicieron sonar
sus aturdidoras matracas. También nosotros
fuimos arrojados desde los cortinados del bien.
Y ahora nos excluyen las galerías de Occidente
que el capital construye como deidad sin deus
y más allá de él.
No fornicarás madre ni padre ni agustina hermana.
Darás al César.
Pero si leíste los libros, si leíste todos esos libros,
vago, fantasioso, inútil, en ese maldito cuarto en desorden
sin dedicarte a trabajar, si los leíste
leíste el único libro y no comprenderás.
La suma, la resta, la división, los logaritmos,
las fuerzas de la historia considerada como mecánica
de los cuerpos en el tiempo y ante la muerte
y todo aquello que pueda deducirse de esta palabra,
tienen por regla la inclusión.
Jorge Aulicino es un poeta y periodista nacido en Buenos Aires en 1949. Integró, en los 70, el grupo y taller literario Mario Jorge De Lellis y fue parte del Comité de Dirección de Diario de Poesía en los 80. Trabajó en agencias noticiosas y en distintos medios gráficos. Ha traducido a autores como Cesare Pavese, Pier Paolo Pasolini, John Keats o Ezra Pound. Ha publicado, desde 1974, libros de poesía como Vuelo bajo, Poeta antiguo, La caída de los cuerpos, Paisaje con autor, Hombres en un restaurante, La línea del coyote, Las Vegas, La luz checoslovaca o Máquina de faro. En el año 2015 obtuvo el Primer Premio Nacional de Poesía por Libro del engaño y del desengaño, editado por Ediciones En Danza.
(Fuente: Zenda libros)
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