cuento de hadas
Mi
padre se ha vuelto a casar y en el castillo reinaría la paz si no fuera
por mí que, a diferencia de mis hermanas, odio a la madrastra, no hago
sino pedir a mi padre que no me abandone e incitar a todos a la
insumisión. Pero nadie me escucha. Al parecer, mi odio es antiguo,
proviene del cariño tortuoso que mi verdadera madre inoculaba en mí con
una lenta astucia. Mientras cenamos, a la luz esquiva de las velas, mis
hermanas besan un frasquito que va dirigido a la madrastra, prenda
auspiciosa. Todas repiten el beso menos yo. La madrastra sonríe como un
ángel. Anuncia que un barco ha de llevarlas a Londres. Se van todas,
entre risas y abrazos y la sombra plateada de los eucaliptos. Yo me
quedo de este lado del foso, sola en el desván de la torre, resentida,
orgullosa, rumiando el ilusorio embrión de un final. Soy una niña audaz,
helada o terca como pena, una víctima en busca de su asesino. Pero no
logro morir. Papá no toma partido.
(Fuente: La comparecencia infinita)
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