martes, 27 de junio de 2023

Marcos Herrera (Buenos Aires, 1966)

 

EL CAPITÁN
 

Encontré el tono y empecé.
 
Yo estaba en el hospital
de las preguntas. Ahí me dijeron
lo que yo ya sabía: el alma no existe.
 
Van pasando los años
y la cadena se va haciendo más larga.
Pero igual nos atrapa un tobillo.
 
Un esclavo negro en un barco portugués.
 
También conocí el vacío.
Y la música.
Y el estiércol luminoso.
La mierda de las estrellas. Así
le decía uno de mis compañeros.
 
Ah, sí.
Tenía compañeros.
Y, después, no nos olvidemos del capitán.
Con su chaqueta de cuero.
Con su látigo de goma.
Su tonfa. Sus dientes. Su placa de titanio protegiendo su cerebro
 
Igual, a mí ya se me había ido el miedo. Pero, también,
las ganas de reírme.
...............................
 
 

GLÁNDULA
 

Está adentro y no deja de latir.
Es como un conejo.
 
Pero ese conejo
está rabioso. También, está
muerto, pero,
a la noche, no para de cantar
con su voz horrible.
 
Me dijeron que me ubicara.
Me dijeron que yo era lo más parecido
a una ruina.
 
Fue entonces cuando se me empezó
a caer el pelo.
 
Una mañana, sentí algo en la boca.
Era algo duro.
Lo escupí.
Era un diente.
Era un diente mío.
 
A veces pienso que las cosas
le están pasando a otro.
..............................................
 
 
 

JUGANDO AL VOLEY EN LA TERRAZA DEL MANICOMIO
 

En el piso de baldosas coloradas.
6 de un lado y 6 del otro de la red.
Un enrejado de alambre, alto para que la
pelota no se fuera a la calle.
(O para que nadie intentara tirarse)
(estábamos en un cuarto piso).
El lugar se llama Dharma. Está en la avenida
Chiclana.
Ninguno de los médicos le decía
manicomio. Clínica psiquiátrica o
neuropsiquiátrica.
Se atiende todo tipo de patologías mentales.
Pero yo iba al “hospital de día”. De
lunes a viernes. De 12 a 17.
Jugábamos al vóley, hacíamos collares de
mostacillas, taller de teatro, taller literario,
terapia de grupo, terapia individual.
Todos tenían recaídas. Todos menos yo. A
los tres meses o un poco más me dieron el
alta. Fue divertido. Hice algunos buenos
amigos a los que no vi nunca más.
Entre una actividad y otra íbamos a fumar
a un pasillo sin ventanas con sillas de
plástico.
Yo le puse de nombre “El submarino”.
A los pocos días casi todos le decían así:
“vamos a fumar al submarino”.
La risperidona me apagó los ojos. El
Escitalopram me blindó el corazón. La
Benzodiacepina me permitía dormir.
Pude dejar todo menos la benzo.
Pasé unos seis años sin escribir.
Ahora volví.
Nunca más jugué al voley.
 
***

 

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