viernes, 30 de diciembre de 2022

Maurizio Medo (Lima, Perú, 1965)

 

 

(alrededor de una gardenia, penúltimo día del 2022, mientras preparo el almuerzo esperando que llueva)

 

 
Dicen que, en la ciudad, salvo por el
débil furor del orgullo cívico, la espiral
inflacionaria, y unas pocas palabras
importantes, después del Big Bang,
el universo nunca fue complicado.
No ocurrió nada interesante en
13 000 millones de años. Lo que existe
es posible sobre la base de una serie de
ausencias que evocan lo que no ha sucedido
con tal de legitimar la esperanza.
—Habría que reconstruir los lugares
turísticos y volverlos más sostenibles
—me interrumpieron. La vecina
salió en camisa de dormir a tender
en el cordel los calzoncillos del marido,
después de llevarlos delicadamente,
como quien porta consigo una reliquia.
Ella me mira con cierta hostilidad. Le devuelvo
el gesto, igual de punitivo, pero pensando
en qué capullos florearan de acuerdo con
el umbral de riego. Hay una gardenia crecida
al improviso. Creímos que brotaría un molle,
aunque nos cueste admitirlo, nos faltó un río
y faenar bien los rebaños en el terreno que
ahora sobrevuelan los drones. Debían ser pájaros.
No lo son. Un dron produce 75 decibeles de sonido
y accede a nuestras vidas secretas. Mientras
la hierba crece cuesta arriba, en la otra acera
un antiguo deportista camina después de jubilarse
pensando que, salvo por la señal de extremaunción,
ya no le ocurrirá nada. Tal vez por eso olvidó
sus extraños zapatos de baile sobre una nota
al pie de otra versión de la leyenda, donde
se rumora que él y la vecina tuvieron
un romance, sin saber bien cómo atenuar
la deshonra después de tal apostasía.
Aunque el rumor no pudo confirmarse,
hoy las noticias son más fugaces que
nosotros, no solo las de Snowden,
los vientos de equinoccio, el sub linaje
Q.1.1, las Kardashian o incluso aquellas
sobre el clan Baybasin, en otra telenovela.
En la internet también funciona así, los datos
duran apenas unos cuantos minutos antes de
desaparecer, aplastados por una vertiginosa
marea de nuevos estímulos donde «todo es
posible» para la paulatina cancelación del futuro.
Tampoco se pudo corroborar la idea que corcovaba
menguante alrededor de la zánora, no era un río,
al momento de encender el cortacésped, el tiempo
suficiente para imaginar un pantoum, esa forma
de verso malayo que un día usurparon los franceses.
Aunque la idea amagara, no la recuerdo. Quizá fue
sobrestimada, sin un lugar, como el que ahora
ocupan los árboles y los edificios.
La mitología se acerca más a lo que estoy
pensando, podría confesarlo también frente
al visor de una Cámara Gesell, sin la menor
emoción, pero lejos del mindfulness,
el feng shui, las terapias de familia,
y también de una ciudad
que ya no recuerdo. 
 
Entonces los perros comenzaron a ladrar.
 
Yo solo soy un hombre que riega, no
como Ámpelo, peor que otro cualquiera,
en tanto cumplo con las horas de dictado
en medio de otras tareas planeadas antes
de que el metabolismo del tiempo, debido
al modo en que vino aconteciendo, me
imponga otra velocidad al enfrentar a su
antítesis cada vez que miramos hacia atrás.
—Desde el anonimato medieval los textos
no constituían bienes, eran acciones. Debía
decirles, con tal de aclarar después, que
aunque la «escritura» plantee establecer
fronteras, después las trasgrede. «Escritura»
es un tipo de expresión que, como en ciertos
relatos de ciencia ficción, va asumiendo
significados diferentes. Es un destiempo,
en un presente que no es el de todos.
Entre los chuukeses robar está permitido.
Es una muestra de poder. El de un escrito
es quedarse sin palabras, después de haberse
reapropiado de todas las que habíamos perdido,
siendo capaz de registrar esa pérdida como
otra noción de la realidad o un nuevo flujo
de conciencia, y no como el centro de atracción
en un nicho rentable, y solo por la corazonada
de que alguien precisa encontrar esa oferta.
Quizá durante un desayuno, una vez que
las noticias de la Tierra le hagan comprender
que no tendrá otro planeta con qué rezar a un
santo. Ahora que el homo sapiens es solo un
algoritmo obsoleto, yo debería concentrar
toda mi atención en atender la gardenia, y no
a quienes se aparecen en clase como objetos
de su propia publicidad, con la experiencia
expropiada para el disfrute de las redes sociales
dentro de un auditorio que no consigue verse
a sí mismo, por ello me es imposible comentar
allí algo de lo que estoy escribiendo, no sin el socorro
de un doble, contratado para las escenas de peligro,
especialmente para aquellas que devienen desde
una voz interior, que nadie se atreve
a reconocer como un Yo. 
 
—La gardenia es una planta arbustiva.
Sus flores crecen en el ápice de las ramas
bajo el aroma de la lluvia en un jardín que
no existirá hasta la primavera próxima.
 
¿Importa quién habla? 
 
La pedicurista se imagina como la maestra
de futuros astronautas en un lugar donde
Dios puede estar disponible; el vecino con
una kufiya en la celebración del FanFest;
y ella en redimir el romance en una
habitación ninfoléptica
Ninguno podrá ser escuchado.
Afuera el negocio tiene que ver
con el mundo onírico de un grupo
de turistas con camisas hawaianas;
equipos de póker seleccionados por
la I.A para el programa Artemis;
la subasta de una foto en miles
de tokens no fungibles.
 
El futuro distrae, jamás advierte.
 
Cuando Clyde Barrow insistió en cantar
Siboney en la prisión de Eastham,
Bonnie Parker pudo decir: «un día de estos,
caerán codo con codo». 
 
—Yo soy Nadie —gritó Ulises salvándose de ser devorado.
 
Las sirenas eran un rumor.
 
No fueron otra cosa que canto.
 
***

 

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