viernes, 27 de junio de 2025

Julio Espinosa Guerra (Santiago de Chile, 1974)

 

un poema









 
 
 
Es de noche y juego en el jardín. Todo está oscuro, pero la casa amarilla brilla con su propia luz. Confiando en no perder el rumbo, me adentro por el bosque.

Recolecto pequeñas piedras, moras salvajes, hojas que han dejado caer los árboles para que aprenda a leer el lenguaje de su nervadura, ese texto. La casa amarilla me da ojos en la habitación oscura: huele el mundo a tierra mojada, a musgo que aún no nace, a leche recién ordeñada y al sudor de los campesinos. Huele bien el mundo, con su luna nueva en lo alto, testigo de todo aquello que existe y no se ve.

La senda es intrincada. No hay trampas. Acaso ceguera. Pero en realidad todo es claro cuando vemos con los ojos del asombro. Y nada es incomprensible, ni el conejo-gato, ni el búho-luciérnaga, ni la hormiga-araña. Cantan los insectos en la noche porque al fin pueden revelarse, regalarse un momento de paz, tejer su red de palabras sin sonido.

La naturaleza me descubre su lugar sagrado el sentarme en una piedra-tortuga. Avanzo quieto en el desciframiento de su lenguaje, entiendo que los guijarros que sujeto pueden caminar y, es más, se deslizan por mi brazo, se posan en mis hombros, vuelan, pequeñas mariposas nocturnas, y cantan la sabiduría, grillos alojándose en los pliegues de mi lengua.

Me hundo en el agua dulce del viento y respiro con mis nuevas branquias. Ocupo el lugar que me pertenece, el que había olvidado, la noche más clara.

A mi espalda escucho cómo se quiebra la hoja seca, cómo avanzan los pies de mi padre. Me doy media vuelta y lo veo sonriendo: su cuerpo es ahora un ciruelo de frutos jugosos, sus brazos, ramificaciones del bosque, sus ojos, mis propios ojos que han aprendido a ver sin definir.

Me sube a sus hombros y, al mismo tiempo que avanzamos, al mismo tiempo que las hojas del pinar van susurrando sus secretos en mis oídos, dejo caer los últimos guijarros: se resbalan como guisantes mágicos, se posan sobre el humus con la suavidad de los colibrís que mueven los continentes con su fugaz aleteo.

Las pisadas de mi padre se hunden en piedras azules, malvas, blancas; rocas que ha seleccionado de siete en siete, tangramas de nuestro paso, esta escritura:

la casa amarilla alumbra el camino. Cuando entramos en ella, por primera vez comprendo qué es un corazón y su latido.

***

Vuela Palabra - Revista de Literatura
 
(Fuente: La comparecencia infinita) 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario