un poema
Es
de noche y juego en el jardín. Todo está oscuro, pero la casa amarilla
brilla con su propia luz. Confiando en no perder el rumbo, me adentro
por el bosque.
Recolecto
pequeñas piedras, moras salvajes, hojas que han dejado caer los árboles
para que aprenda a leer el lenguaje de su nervadura, ese texto. La casa
amarilla me da ojos en la habitación oscura: huele el mundo a tierra
mojada, a musgo que aún no nace, a leche recién ordeñada y al sudor de
los campesinos. Huele bien el mundo, con su luna nueva en lo alto,
testigo de todo aquello que existe y no se ve.
La
senda es intrincada. No hay trampas. Acaso ceguera. Pero en realidad
todo es claro cuando vemos con los ojos del asombro. Y nada es
incomprensible, ni el conejo-gato, ni el búho-luciérnaga, ni la
hormiga-araña. Cantan los insectos en la noche porque al fin pueden
revelarse, regalarse un momento de paz, tejer su red de palabras sin
sonido.
La
naturaleza me descubre su lugar sagrado el sentarme en una
piedra-tortuga. Avanzo quieto en el desciframiento de su lenguaje,
entiendo que los guijarros que sujeto pueden caminar y, es más, se
deslizan por mi brazo, se posan en mis hombros, vuelan, pequeñas
mariposas nocturnas, y cantan la sabiduría, grillos alojándose en los
pliegues de mi lengua.
Me
hundo en el agua dulce del viento y respiro con mis nuevas branquias.
Ocupo el lugar que me pertenece, el que había olvidado, la noche más
clara.
A
mi espalda escucho cómo se quiebra la hoja seca, cómo avanzan los pies
de mi padre. Me doy media vuelta y lo veo sonriendo: su cuerpo es ahora
un ciruelo de frutos jugosos, sus brazos, ramificaciones del bosque, sus
ojos, mis propios ojos que han aprendido a ver sin definir.
Me
sube a sus hombros y, al mismo tiempo que avanzamos, al mismo tiempo
que las hojas del pinar van susurrando sus secretos en mis oídos, dejo
caer los últimos guijarros: se resbalan como guisantes mágicos, se posan
sobre el humus con la suavidad de los colibrís que mueven los
continentes con su fugaz aleteo.
Las
pisadas de mi padre se hunden en piedras azules, malvas, blancas; rocas
que ha seleccionado de siete en siete, tangramas de nuestro paso, esta
escritura:
la casa amarilla alumbra el camino. Cuando entramos en ella, por primera vez comprendo qué es un corazón y su latido.
Vuela Palabra - Revista de Literatura
(Fuente: La comparecencia infinita)

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